De Reyes Magos e ilusiones infantiles
𝙀𝙡𝙞𝙣𝙤 𝙑𝙞𝙡𝙡𝙖𝙣𝙪𝙚𝙫𝙖 𝙂𝙤𝙣𝙯á𝙡𝙚𝙯
En la “combi” del servicio de transporte público de nuestra gloriosa primera capital nacional, Chilpancingo, Guerrero, apenas vamos cuatro personas: un chico serio, en el asiento de mi derecha, una chica celular en mano, al fondo, de ese lado, y en el otro extremo de su asiento un señor de tenis negros con rayas blancas, pantalón azul, playera gris y una mochila colgada de su hombro.
El operador se brinca el reglamento: detiene la unidad a media cuadra, antes de llegar a la alameda, desde el mercado. No hay mucha demanda, y debe ganar a sus colegas para completar la cuenta, que esa no varía, sin importar días ni temporadas: el patrón pide lo acordado y nada de andar con el corazón blandito. El argumento de los choferes de que no hubo pasaje es eso: un pretexto, nada más.
Por fortuna no hay agentes de Tránsito, el muchacho lo verificó volteando a los lados, atrás y adelante. Superado el riesgo de una infracción, abre la puerta, desde su asiento, con ese mecanismo corredizo de fierro bien mexicanote que la empuja o la retrae, y sube, primero, una señora de pantalón rojo, blusa rosita y delantal oscuro, muy nuestra, con aire de andar a prisa.
Seguido de ella lo hace un niño. ¿Siete, ocho años? Más o menos. No es pequeño ni grande, pero la que sí está enorme es su ametralladora. No sé de armas, nunca las he usado, el simple hecho de imaginarlas, ya ni siquiera verlas y menos tocarlas, me da pavor. Pienso en cómo lucirá en la sala o en el comedor o en el patio de una casa un armatoste cuyo largo ocupa más de la mitad del cuerpo del pequeño.
De acuerdo con los reportes y las imágenes de las noticias, se parece a una “Barret”, de esas que utilizan los malhechores para derribar helicópteros, pero la que veo está súper moderna, impresionante, además de que imponen miedito sus colores vistosos y los equipamientos de que dispone: un tambor de seis cañones y un abastecedor de proyectiles con unas balas grandotas de punta redonda.
Su diseño es portentoso, en colores negro, azul, blanco y naranja, un rojo endiablado en el gatillo, por supuesto, el símbolo de su letalidad, entiendo, en mi ignorancia casi absoluta sobre el tema, si acaso apenas algunos modelos y alcances de antaño para ilustrar la información periodística. Posee, arriba y abajo, lo que parecen cañones alternos para completar su efecto, faltaba más.
De hecho, el niño sube con dificultad, por el evidente peso del arma. ¿Cuánto habrá costado? Ni quién sabe el precio, pero de que causa miedito, eso que ni qué. Aunque el temor principal no es que el chiquillo nos vaya a atacar aquí, a hacernos daño, sino el perjuicio que este solo juguete, nomás este, causará en las mentes de los demás niños con quienes el dueño jugará, en la inocencia de todos.
Apenas hace unas horas veintinueve personas murieron en la aprehensión de uno de los hijos de Joaquín Guzmán Loera, en Culiacán, Sinaloa, diez de ellos soldados del Ejército y 19 civiles, presuntos integrantes de su grupo delictivo, según el saldo preliminar, pero oficial, hasta ahora. Eso sin contar los dos días de terror con bloqueos e incendios y hasta saqueos en la bella ciudad norteña.
Pareciera, a todas luces, que nos asustamos de la violencia, pero nosotros mismos la estamos propiciando, como sociedad. Así, será difícil el esfuerzo de quienes por amor y convicción a nuestros semejantes deseamos la paz, el tránsito libre que prevén nuestras leyes para todos, la libertad de dedicarnos a las actividades que mejor consideremos prudentes. Todo empieza por los niños.
Vienen obligadamente a la memoria los recuerdos nuestros por la celebración del Día de Reyes, que no de Santa Claus. Adentro de uno de los huaraches, porque no alcanzábamos para zapatos, dejábamos un recado con lo que de forma inocente le pedíamos a nuestros ídolos Gaspar, Melchor y Baltazar, con el argumento eterno de que nos habíamos portado muy bien durante el año.
En lo personal, me dejaban un peso, creo que alguna vez dos, y una cajita amarilla de Chiclet´s Adams. Nos dormíamos temprano con el anhelo de lo qué hallaríamos al día siguiente. Nunca nos cumplieron, siempre quedaban mal, pero esperábamos todo un año para hacer otra vez la carta de ilusiones. Así son las cosas, así es la vida: la esperanza siempre será más fuerte que la desilusión.
La señora sacó un billete azulito, de esos de quinientos, y le preguntó al chofer si tendría cambio para el pago de su pasaje: todavía 14 pesos, el de ella y el del niño armado de su juguete gigante. “Ando batallando para que me lo cambien”, le dijo. “No tengo, señora. Vengo iniciando…”, respondió él. “¿Alguien tiene cambio?”, preguntó ella a los demás pasajeros.
Y entonces surgió el extremo, el milagro, el acto de la gente buena, que todavía la hay en el mundo. El muchacho de la derecha, de pantalón azul, de mezclilla, descosido en las rodillas, sacó dinero de su bolsa, contó y completó los catorce pesos de la tarifa de ambos, y se la entregó. ¡Pagó los dos pasajes! “Ay, gracias, muchacho”, expresó ella, medio apenada.
La señora y el niño armado de su fusil multicolor se bajaron en el centro. Mientras la unidad esperaba por el rojo en el semáforo de la esquina los vimos avanzar sobre la acera de la antigua casona que ocupa el espacio en el cual en 1813 el generalísimo José María Morelos encabezó la instauración del Primer Congreso de Anáhuac y la promulgación de los Sentimientos de la Nación.
Luego, madre e hijo, una madre más y un hijo más de tantas mamás y tantos niños, miles y miles, que el Día de Reyes se sumergen en la tradición de un regalo infantil, se metieron a las dulcerías del área. Ya en avance la “urban” colectiva, alcanzamos a ver sus siluetas adentro de los pasillos de una de las tiendas, por el tamaño de la ametralladora colorida era imposible que no llamara la atención.
Sí, pues.
#QuédateEnCasa🏡💙
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