De reencuentros existenciales y legados paternos


ℰ𝓁𝒾𝓃ℴ 𝒱𝒾𝓁𝓁𝒶𝓃𝓊ℯ𝓋𝒶 𝒢ℴ𝓃za𝓁ℯz

La primera señal escabrosa, por no decir escalofriante, me la avienta de sopetón a la cara, ya de viejo, el aparador de la primera librería que conocí en mi vida, siendo niño, unos grados más arriba el humor de siempre en el zócalo de la histórica y ardiente Iguala de la Independencia: un libro bello de Marcelino Cereijido enfrente: “La muerte y sus ventajas”.
Nada sonsacador iniciar así la jornada en la intención de reencontrarme conmigo mismo, ir al pueblo viejo de Coatepec Costales, literalmente encaramado entre las rocas puntiagudas, filosas y cantarinas de la falda espeluznante de un cerro en la que los dos únicos remedos de vallecitos minúsculos han sido ocupados ya en dos cosas bien elementales: asentar el pueblo y abrir el panteón... de bienvenida.
Sí hay una piedra redonda: pesa toneladas, enorme, y está sobrepuesta en la cúspide del cerro, justo arriba del caserío, ni quién sabe cómo fue a parar ahí, ni por qué los fundadores acomodaron el pueblo en su rumbo de gravedad abajo de ella.
En el paroxismo de la realidad histórica surrealista de nuestros pueblos mexicanos antiguos, su destino fundado en la huida permanente, primero de los aztecas aguerridos y después de los españoles insensibles, los descendientes modernos le amarraron cadenas para mantenerla en su sitio y evitar que algún día un temblor de esos continuos que traen a la gente del sur con el Jesús en la boca, encandile a la mole cuesta abajo y aplaste las casas bonitas de hasta cuatro pisos construidas con las remesas de los hijos pródigos de Coatepec emigrados como braceros a los Estados Unidos.
“Véngase mañana”, me dice el responsable en la parroquia de San Francisco de Asís, empotrada en su color mamey vistoso sobre las piedras grises milenarias, al lado de la cancha de básquetbol del centro del pueblo, que es, además de plaza cívica, paso obligado de la calle principal: o el carro que va a pasar espera a que termine el partido, o el partido se suspende para dejar pasar el carro.
“Vengo de fuera, padre, de lejos”, le argumento, pero él ya se la sabe, ha visto tantos y tantos hijos emigrados de los pueblos percudidos de la zona norte de Guerrero, cuyos ancestros presenciaron la valentía de las huestes de Vicente Guerrero, Juan Álvarez, Nicolás Bravo y el invicto Pedro Ascencio de Alquisiras, que vuelven tarde que temprano a los parajes donde dejaron su ombligo en busca de sus orígenes.
“Necesito el papel. Quiero estar listo para dejar las cosas en orden”, le digo, como tratando de disuadir su frialdad aparente.
“Déjeme ver...”, abre una pequeñísima ventana de esperanza. 
El pueblo empieza a mirarse aferrado al pedregal reseco desde que uno sale de Iguala, hacia el poniente. Parece broma de mal gusto. Desde lejos asemejan las dos alas extendidas de una gaviota. A la derecha, Coatepec Costales, la cabecera parroquial de la comarca, dependiente de la Diócesis Chilpancingo Chilapa, y a la izquierda, Tlacuitlapa, la cuna de los mejores curanderos de conjuros y malandanzas esotéricas. Su fuerte son los daños de los licántropos, humanos que toman el papel de animales para emprender sus travesuras. 
Sólo les compiten otros dos pueblos. Cuando hay pleito entre brujos y el rival es de por allá, los de Coatepec y Tlacuitlapa se rajan con cualquier pretexto, o aceptan el reto bajo los riesgos de las consecuencias advertidos para todos. Existe la fama de que los hechizos con quiéreme en Maxela y Coacoyula, más al sur, someten en el amor a los designios de las autoras al más bravío de los hombres y los tornan en corderitos mansos y sumisos que harán sin chistar lo que les ordenen con sólo tronar los dedos por el resto de sus vidas. En todo, sin importar conflictos y división de las familias, se sabe cada caso.
El camino da vueltas y más vueltas desesperantes. La imagen de los dos pueblos casi se puede tocar con las manos, pero nomás no se llega. Hay que cruzar la exuberante Tonalapa del río, el Atlmolonga bello y cristalino, sus huertas de mameyes y zapotes prietos, los mangales criollos altísimos, y empieza la subida empinada entre desfiladeros de miedo y faldas interminables sembradas de ciruelos pelones.
Abrigo esperanzas de que mi fe de bautismo me rescate de la incomprensión en los ámbitos de mi existencia. Toda mi vida tratando de ser buena persona como para que algunos de mis más cercanos me hayan construido la imagen de un monstruo, un delincuente, un defraudador, un impostor. Los adjetivos impuestos por la traición y la deslealtad son innumerables y lapidarios. El primero, desde niño: raquítico. Los más recientes: lioso, creído, tóxico, que dichos por personas respetables duelen todavía más que los comunes.
Los demás: inútil, mamón, milusos, malagradecido, pendejo, mal ejemplo para la familia, ojete, poco hombre, degenerado, burlón, barbero, desobligado, impostor, tarado, defraudador, sinvergüenza, falsificador, cocoliso, patito, idiota, provocador, asqueroso, convenenciero, envidioso, abusivo, mentiroso, tacaño, mitómano, igualado, mitotero, ocioso, mantenido, traicionero, manipulador, ratero, desalmado, imprudente, feo, malvado, buscapleitos, anticuado, maldito, amarranavajas, irreverente, drogadicto, infantil, quemapueblos, cerdo, menso, panchero, tantos y tantos, pasando por borracho, todos los cuales construyen con firmeza mi perfil definitivo de oveja negra, antisocial, desadaptado.
Así de oscuras y tajantes las cosas por la vía civil, las leyes de los hombres, vine a Coatepec Costales porque me dijeron que aquí vivía mi fe en Dios, quien quita y tenga guardada una sorpresa.
No pinta bien el panorama. Lo que debió ser un Tsuru originalmente bonito es ahora un taxi desvencijado que deja pasar y sentir en las costillas y las articulaciones el efecto de los baches enormes y abundantes de la carretera. Los cristales no suben, están atascados, lo que aumenta un calor del Diablo, aunque, así como andan las cosas, no creo prudente mencionarlo ni pensar en él cuando ando en busca de Dios.
El taxista me arroja la primera señal segura de que no tengo salida, estoy atado a un pasado omnipresente.
“¿Cómo están los viejos?”, me pregunta a media cuesta, sin haberlo provocado.
“¿Cuáles viejos?”, finjo la respuesta. Ya sé que me tiene perfectamente identificado, desde que salimos. Soy el que más se parece a mi papá, imprudente y acomedido. Siempre andamos procurando el bien en los demás, aunque ni lo agradezcan. Por años, él arreglaba sin cobrar los cortes de electricidad en el pueblo y no sólo no se lo agradecían, sino que hasta le echaban la culpa de los daños.
“Soy amigo de don Arnulfo —me dice, y sin que se lo pregunte, me pone al tanto de algo que hace mucho ya sé con precisión: la personalidad maravillosa de los dos seres hermosos que me dieron la vida—. Una gran persona, muy alegre siempre. Y doña Fany, también, qué señora, muy bonita”.
Ni para dónde hacerse, ¿qué le digo?, en estos rumbos no se puede cometer algo a escondidas. No le hago mucha plática. Lo que espero es que esa bondad se traduzca en el legado de una noticia positiva en la crisis existencial que me cargo y me agobia rumbo al sexto piso ya en edad.
“A ver, revise, por favor”, dice el mandamás de los archivos parroquiales, con cara de haberse metido entre pergaminos egipcios o tablas etruscas.
¡Veo el papel y no lo puedo creer! Me río pero de veras, con ganas, de la pura alegría, trato de disfrazar mi euforia, mas no puedo, quiero brincar de punta a punta entre las piedras filosas de los cerros de Coatepec, pararme encima de la roca encadenada que tiene en vilo al pueblo, subirme a la torre del templo, gritar a todo pulmón desde las montañas del sur que me llamo José, como el primer carpintero del mundo, el padre de Jesús, el esposo de la María hermosa y mística elegida por el jefe mayor para traer al mundo sin pecado original al redentor de nuestros pecados, al salvador. No quepo en mi chincual, casi bailo de contento.
¡Me llamo José!
¡Up, up, urra!
¡Qué bendición!
No dura mucho mi algarabía. Enseguida del “José” está el otro nombre que no sé ni cómo ni por qué se les ocurrió a mis viejos ponerlo, de dónde lo sacaron: “Elino”. La única vez que busqué un tocayo, hace tres años, al inicio de la pandemia, sintiéndome solitario, lo primero que hallé en el Internet fue un obituario de una funeraria de Montreal: “Lamentamos profundamente la muerte de nuestro apreciado Elino Villanueva”, decía el mensaje de condolencias, lacónico, escalofriante.
No sólo eso: igualmente era maestro de Literatura… ¡en una Facultad de Comunicación!, un profesor nacido en Filipinas y radicado en Canadá, y el otro Elino en el mundo también se nos había adelantado: un cantante brasileño muy querido en su región.
“¿Qué hago, padre?”, le pregunto, como si no tuviera asuntos suficientes entre sus feligreses de veras urgentes de atender.
Mantengo la confianza de poder llamarme José Elino. Me pregunto cómo me dirían mis alumnos y mis amigos: “Ahí va el profe Chelín”, “Ahí viene el maestro Pepelino”, “Busquen al Chelino”. Lo importante es conservar el “José”. Como quiera, estamos de gane, en el santoral correspondía Santa Inés y San Fructuoso.
“Puede corregir, pero hay que hacer el trámite en la Curia y ante las autoridades. Va a tardar”, explica.
En el colmo de mi ingenuidad, le pregunto si me puedo llamar “Elino” ante las leyes de los hombres, y quedarme con el “José Elino” ante Dios, así guardo la distancia obligada entre lo sagrado y lo mundano, en mi país profundamente laico.
“No se puede, nos sancionan, a Usted y a nosotros, es un delito la doble identidad”, acaba de plano con mis ilusiones.
Me extiende mi constancia. Me seguiré llamando simplemente Elino ante Dios y ante los hombres. No hay opción. Tomo mi papel blanco, bonito, con mi nombre religioso oficial en negritas, el mismo de mis documentos oficiales. No se pudo, ni modo, Dios no cumple antojos ni endereza jorobados. Pero se agradece la intención y el instante de alegría. Debió ser idea de mi padrino, así se llamaba.
Tomo el transporte de regreso hacia Iguala. Saco el libro de Marcelino Cereijido y sigo leyendo eso de que la muerte es algo perfectamente natural. El ave con las alas extendidas simulada por Coatepec y Tlacuitlapa, dibujada por el pasado histórico y la realidad en las faldas pedregosas de las montañas del sur, se vuelve a alejar poco a poco mientras descendemos por curvas y más curvas de la cuesta ardiente.
Sí, pues.
#QuédateEnCasa🏡💙

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