𝗗𝗲 𝗶𝗺𝗽𝘂𝗲𝘀𝘁𝗼𝘀 𝘆 𝗮𝘁𝗲𝗻𝗰𝗶𝗼𝗻𝗲𝘀
ℰ𝓁𝒾𝓃ℴ 𝒱𝒾𝓁𝓁𝒶𝓃𝓊ℯ𝓋𝒶 𝒢ℴ𝓃zá𝓁ℯz
Para las ocho de la mañana, la fila ya agarró cuerpo. Hombres y mujeres presurosos lidian en hilera con otros presurosos que van o vienen del mercado municipal, por sus mandados, y atiborran la acera, una de las tantas aceras que están para llorar en la primera capital nacional, cuya infraestructura urbana deplorable contrasta con su palmarés histórico único, envidiable, por encima de cualquier otra ciudad mexicana.
Unos y otros batallan con el friyito mañanero, en su intención patriótica de estar al tiro con el fisco, pagar sus impuestos, solidarios con los burócratas y los políticos, quienes necesitan cobrar puntuales sus sueldos y prerrogativas.
La frialdad del ambiente moderno, amenizado por claxonazos, acelerones y enfrenadas, lija de llantas y uno que otro recordatorio materno en clave bastante comprensible, se rompe con gritos promocionales de esos que anuncian a voz en cuello cualquier cosa, no falta entre ellos un vendedor de bolillos y teleras "light", porque jura que están cocidos en horno de barro y con leña de encino.
Un hombre mediano de negro enchamarrado, su pelo corto y rebelde sostenido a fuerza de gel en grumos, suelta su grito salvador, de prodigio, milagroso: "De este lado los de la tercera edad, por favor. Les vamos a ayudar con su trámite. No importa si no traen cita. Los demás háganse para acá, abran espacio..."
En apuros como este, antes de salir con urgencia a la Ciudad de México, por momentos hasta se agradecen los linchamientos y las discriminaciones crueles de algunos de nuestros más cercanos, que han apresurado el envejecimiento, al menos en la apariencia.
Ni siquiera batallo para meterme en el primer filtro visual de los seis chicos y chicas que ponen orden en las dos formaciones para ingresar al módulo del Servicio de Administración Tributaria, el temible e insobornable SAT, la "Lolita" famosa de la Secretaría de Hacienda. Hasta me dejo los lentes puestos para aparentar más edad e impresionar, que de por sí necesidad ni hay mucha.
Como sea, me acomodo entre los adultos mayores con rasgos más notorios. Adelante de mí va una señora lindísima, sonriente, también de anteojos, sostenida para caminar y moverse en su bastón, y me sigue en turno un caballero que incluso es asistido por una dama, con ánimo de familiar, para orientarlo en el avance y en la subida de las escaleras.
La segunda aduana, posterior a la de las evidencias físicas, también la libro con facilidad: "Me dice qué trámite va a hacer, mi jefe", inquiere uno de los muchachos. Pongo en la voz más elementos del efecto de la edad, incluso agrego algún gesto todavía más conmovedor: "Me urge renovar mi firma electrónica, joven...", le explico.
Me complace haber logrado mi propósito, hasta me siento honrado y distinguido, más consternado que el emplea⁷do mismo, cuando escucho su respuesta, digna de enternecer al más insensible de los insensibles: "Por aquí va bien, padre, por aquí...", me dice, incluso me ayuda con sus manos puestas ligeramente sobre mis hombros y me brinda la palmadita más tierna que he recibido en mi vida.
En cierto modo me arrepiento de no haber incursionado profesionalmente en la actuación, quien quita y mi vida hubiera tomado un rumbo menos complejo que el que me ha provocado la pérdida de entre diez y quince años de edad y la construcción firme de mi imagen de oveja negra en la familia, de monstruo antisocial en los demás ámbitos, ya se sabe, al grado de que mi Universidad y algunos de mis propios compañeros de trabajo me enviaron a la cárcel como a un vil delincuente, hace ya casi ocho años, con una denuncia penal ante la entonces Procuraduría General de la República, bajo el cargo descabellado de que mis títulos eran falsos, cuando los obtuve con todos los honores.
La tercera tranca en la formación termina por derrumbar mis ilusiones y mis prisas. La chica que sigue me pregunta mi edad.
"Voy a cumplir sesenta", le digo, tratando de aferrarme a la buena suerte que me ha acompañado hasta este punto.
"Cuántos años...", insiste, con crueldad angelical, y me encaja la última estocada: "Allá adentro le van a pedir su credencial".
Me rindo, la barrera se torna infranqueable: "Cincuenta y ocho...", termino por decirle.
"Permítame..."
Va con el tipo enchamarrado, que ni siquiera le contesta, sino que asume su papel de autoridad, de juez supremo dictador en este espacio a su cargo, y casi grita dirigiéndose a todos y a ninguno, para que lo escuche el mundo entero: "Nadie va a pasar si no trae cita. Nadie. Y en la fila de los adultos mayores no queremos a alguien de menos de sesenta años. Debieran ser sesenta y cinco, pero les estamos ayudando. Nadie más va a pasar..."
Ni siquiera un "por favor" tiene su te lo digo a ti, Pedro, para que lo escuches tú, Juan. El golpe ha sido seco, demoledor, contundente. Hasta siento vulgar su parábola.
Me veo exhibido en mi intención de colarme en la fila de la senectud para renovar mi firma electrónica de contribuyente fiscal. Es la misma sensación de cuando me demandaron penalmente y me expusieron al escarnio público como un defraudador, un falsificador, un mentiroso.
Con toda premeditación, alevosía y ventaja, sin consultarme ni tomarme en cuenta, y eso que la Coordinación de Asuntos Jurídicos presentó la denuncia en mayo y la ratificó en julio, es decir, tuvo dos largos meses para preguntarme si había algún problema administrativo con mis documentos.
Salí en todos los medios de comunicación del país como un malandro que debía estar en prisión, exactamente el mismo día en que se difundió que Joaquín Guzmán Loera, él sí señalado como uno de los delincuentes más buscados y peligrosos del mundo, se había escapado de la cárcel. Vaya distinción: Yo y "El Chapo" Guzmán competimos como las dos noticias más difundidas del país aquel lunes 13 de julio de 2015.
Me salgo de la fila, no permito que me saquen, y tampoco me iba a ir a la cola de los jóvenes. Además, no tenía cita, por eso había querido dejar mi asunto en manos de la suerte.
Extraño momentos del viejo régimen priísta, cuando había la posibilidad de encontrarte entre los dependientes en las filas de un banco o de una dependencia a uno que otro conocido o familiar, y de acuerdo con el grado de cercanía no sólo te metía o te adelantaba, sino que de plano te planteaba: "Dime qué quieres, déjame tus papeles y vente más al rato...", y tú feliz porque eras alguien en el reino de los influyentes, de las palancas que todo lo movían.
El chico de la palmadita debe verme tan indefenso y humillado que se ofrece a ayudarme a conseguir la cita mediante el insensible y moderno sistema digital del SAT, la única forma de ser atendido para cualquier trámite.
Así estamos dale que dale un buen rato, viendo acomodarse las rueditas azules intermitentes, rutilantes, del logotipo del Sistema de Administración Tributaria en la pantalla del celular. Me siento en las escaleras y el chico va y vuelve cuando el procedimiento se atora, y volvemos a empezar en la serie de filtros y códigos de la página electrónica.
Me canso, desesperado por la proximidad de la hora de mi salida en la terminal de autobuses. Hasta en los recorridos en el Metro abro espacios de intervalo para intentar un turno y ser atendido. Cuando finalmente obtengo la confirmación de mi cita en la "Fila Virtual" quiero brincar de gusto, pero no es el lugar más apropiado para hacerlo.
Han pasado cinco días.
Sí, pues
#QuédateEnCasa🏡💙
Comentarios
Publicar un comentario
Muchas gracias por leer La Crónica, Vespertino de Chilpancingo, Realice su comentario.