PRINCIPAL DE PRIMERA PLANA CON FOTOS

Chilapa, más cerca de la
muerte que de la justicia
Concepción Peralta Silverio.CHILAPA DE ALVAREZ, GRO.--Sobre la carretera 93 que va de Chilpancingo a Tlapa de Comonfort, un retén militar anuncia la llegada a Chilapa de Alvarez. Cuatro soldados con armas largas y escondidos entre costales de arena es la primera fotografía de este pueblo de la montaña guerrerense, al que recomiendan no ir, salir de día, no vestir de negro, cubrir los tatuajes y asumir que vas “bajo tu propio riesgo”.
Chilapa de Alvarez fue protagonista en la historia de la independencia, refugio de Vicente  Ramón Guerrero Saldaña. Sus cronistas recuerdan que llegó ser conocida como “la Atenas del Sur”, por su gran actividad en la formación de sacerdotes y maestros, al ser la primera sede episcopal del estado. Está a 54 kilómetros de Chilpancingo, la capital del estado, y hasta hace dos décadas era famosa por la producción de artesanías y la actividad cultural de sus pueblos indígenas. Los camiones se desviaban desde Acapulco para que los turistas pudieran comprar artesanías en su legendario tianguis dominical, al que bajan los comerciantes de todos los pueblos aledaños a ofrecer sus granos, artesanías, comida, ropa, flores y animales, entre otros productos.
Pero esta pequeña ciudad hoy vive asolada: 1,300 personas asesinadas en una década (de 2009 a 2019), según las estadísticas del Colectivo Siempre Vivos, una organización ciudadana que reúne a unas 80 familias con desaparecidos y realiza sus propias mediciones de la violencia por la desconfianza que tiene en las cifras de la autoridad estatal. Esto es un asesinato cada tres días. Más dec
enas de desaparecidos, exiliados y desplazados que provoca la violencia de los grupos criminales.
En febrero de 2018, las cifras del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP), ubicaron a este municipio como el segundo más violento del país. Para septiembre de 2019 aún aparece entre los 30 más violentos por el número de homicidios dolosos por cada 100 mil habitantes, según los datos del Sistema.
Sus habitantes deben decidir entre vivir sometidos, morir o huir.
Un grupo de mujeres decide quedarse en Chilapa de Alvarez porque no pueden dejar de buscar a sus familiares desaparecidos. Se mueven discretamente en la ciudad, son como sombras que quieren pasar inadvertidas para no incomodar a los criminales, saben que su vida pende de ellos porque mandan a matar a quienes los confrontan.
Han pasado casi cinco años desde que sus familiares fueron secuestrados y desaparecidos por una policía comunitaria que obedece a “Los Ardillos”, el grupo criminal que terminó por imponerse en esta región.
Una tarde de junio de 2019, una joven de 30 años espera escondida a los reporteros que le hablan de Estado de Derecho. Con señas los lleva sigilosa a un pequeño salón de fiestas alquilado para una entrevista que, esperan, haga que las autoridades se muevan. A estas alturas de su vida ya no buscan justicia, ni que detengan a los culpables, si acaso que les digan en dónde dejaron a sus hijos, esposos y hermanos para ir por ellos.
“Nosotras como mamás estamos muertas en vida… tengo miedo, pero es por mis otros hijos y mis nietos”, dice una de las madres, de rostro delgado y semblante triste. Otra mujer busca a su hermano, ya sufrió un atentado y se fue del pueblo un par de años, pero regresó porque no encuentra paz ni consuelo mientras no sepa en dónde lo dejaron. Otra tiene dos hijos y un sobrino desaparecidos. Una más se siente arriesgada al extremo y baja la voz cuando dice que “los que se llevaron a mi hijo son mis vecinos, me conocen”.
Guerrero está atrapado por la pobreza, los homicidios, la producción de drogas ilícitas como la amapola, 15 grupos criminales convergiendo en la actualidad –según datos del gobierno del estado– y la peor observación del Estado de Derecho en el país. Según el Índice de Estado de Derecho en México 2019-2020 del World Justice Project (WJP), Guerrero ocupó el último lugar de las 32 entidades, con una puntuación de 0.35, en una escala del 0 al 1, donde 1 representa la mayor adhesión al Estado de Derecho. También fue el estado peor calificado en el aspecto que mide la calidad del sistema de Justicia penal, con un puntaje de 0.27, en la misma escala.
Aquí los poderes legítimos se confunden con los fácticos: los religiosos ayudan a formar base social a los criminales; los apoyos para el campo, como el fertilizante, terminan en los sembradíos de amapola de la región más pobre de la montaña y las leyes e instituciones parecen estar rebasadas ante la cantidad de delitos que llegan a denunciarse. La Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública (ENVIPE 2019) colocó a Guerrero con una cifra negra de delitos del 98%.
Hay un caldo de cultivo para que el crimen surja, aflore y permanezca, y Chilapa es sólo una muestra de la debilidad del Estado de Derecho en el estado.
SEIS DÍAS DE CACERÍA
Estas mujeres piden omitir sus nombres —por miedo e inseguridad—, son víctimas del secuestro masivo que se llevó a cabo en Chilapa del 9 al 14 de mayo de 2015. El 9 de mayo unos 300 hombres armados sometieron a la policía municipal, irrumpieron en las casas para sacar a los varones e instalaron retenes en el boulevard Eucaria Apresa. De facto, asumieron la autoridad y durante seis días estuvieron deteniendo a los pobladores. En total se llevaron a unos 30 de entre 15 y 31 años; mientras que a los viejos los dejaron ir.
Los hombres armados eran de la policía comunitaria “Por la Paz y la Justicia”. Dijeron que venían a restablecer el orden, hartos de los secuestros y los homicidios de Los Rojos —el otro grupo criminal que disputaba la región a Los Ardillos—. “Desde hoy ya no hay secuestros, ni extorsiones. Se acabaron las muertes de inocentes. Ahora somos los municipales”, dijo uno de ellos, oculto en su capucha y su rifle. La Constitución permite a los pueblos originarios conformar sus propias policías, sin embargo, en Guerrero muchas están cooptadas por el crimen organizado.
Alexander y Jorge Luis, de 21 y 22 años, fueron detenidos por los comunitarios el 10 de mayo cuando se transportaban cada uno en su moto. Otro joven, de 17 años, trabajaba en una tortillería. Su patrón lo mandó a dejar un pedido al campamento de los comunitarios en el salón California y ya no salió. A otro de 25 años lo “levantaron” en su puesto de fruta y a uno más, de 27 años, cuando salía de comprar un tanque de gas.
El lunes 11 de mayo de 2015 replicaron las campanas de la iglesia. Apoyados por las redes sociales, los pobladores de Chilapa se reunieron en el zócalo. Armados de valor hicieron una marcha e increparon a los comunitarios. “Nos enfrentamos como dos ejércitos, uno desarmado y el otro, los comunitarios, armados, alcoholizados y drogados”, recuerda José Díaz, líder del Colectivo Siempre Vivos.
Lo que pasó aquí durante seis días no fue por ausencia de autoridad, al contrario: Guerrero estaba resguardado por las fuerzas federales porque ocho meses atrás había sucedido la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. En Chilapa –vecina de Tixtla, municipio que alberga la Normal Isidro Burgos– el gobierno federal había destacado un grupo de Gendarmería y del Ejército para las labores de seguridad. Sus elementos estuvieron hospedados en el hotel Las Brisas, ubicado en el mismo boulevard donde se hicieron las detenciones.
Las madres corrían de un lado al otro por ayuda. “Ahí (en Gendarmería) dijeron que no podían hacer nada porque esto venía de arriba. Los militares vieron todo, hasta estaban tomando refresco juntos”, relata una de ellas.
 “Ninguna dizque autoridad me dio respuesta. Fui con los comunitarios y me dijeron que no lo tenían y si lo tuvieran, tampoco me lo entregaban porque era parte de una organización delictiva. Y mi hermano era estudiante de Administración de Empresas”, refiere otra de las afectadas, maltratada por el hombre que comandaba al grupo y que, después supo, se llama Arístides Loreto Macario, “el Marino”, actualmente preso por el asesinato de dos policías federales, pero no por estas desapariciones.
Lupita –nombre ficticio– revive con lágrimas su desesperación: “Les decíamos en Gendarmería que se estaba llevando jóvenes y nos decían que no podían hacer nada”. Años atrás, el 18 de marzo de 2012, los mismos comunitarios le desaparecieron a otro hijo. “Ya andaban reclutando desde entonces”. A otra le hicieron creer que buscaban a su esposo: por la radio dieron la orden y cuatro patrullas salieran, pero sólo fueron a estacionarse calles más adelante.
Luz –también nombre ficticio– intentó levantar su denuncia ante el Ministerio Público de Chilapa y le dijeron que debía esperar 72 horas como marcaba la ley. Accedieron a tomarle su declaración el 13 de mayo, pero no la dejaron señalar a los  responsables. “Pongamos contra quien resulte responsable”, le propusieron. Ante su negativa, la acorralaron: “Si quiere, si no lo dejamos así y sígalo buscándolo usted”.
En Chilapa de Alvarez el poder federal, estatal y municipal se sometió –voluntariamente– a un grupo criminal y ninguno vio la flagrancia de un secuestro masivo. Si su defensa para no actuar es que se trataba de una policía legalmente reconocida por la Constitución (amparada en la Ley 701) estaríamos ante un caso de desaparición forzada, igual o más grave que la de Ayotzinapa, porque mientras en el caso de los normalistas la Policía Federal y el Ejército aseguran que no vieron nada, en Chilapa hubo mandos a cargo que no actuaron, como el titular de la policía estatal, Juan Suástegui Epifanio, a quien la población fue a pedirle auxilio; o el teniente coronel del Ejército, Ulises Flores, quien informó el 14 de mayo que los comunitarios aceptaban retirarse. Les regresó sus armas y los dejó irse sin antes entregar a los jóvenes detenidos en Chilapa.
Cuatro años y medio después de estos hechos, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) no ha emitido un pronunciamiento, aunque las víctimas presentaron su queja en mayo de 2015.
La entonces Procuraduría General de la República (PGR) llegó a Chilapa el 22 de mayo de 2015. Un total de 16 familias presentaron su denuncia –por las que existen igual número de órdenes de aprehensión–, pero el Colectivo Siempre Vivos tiene identificados a otros cuatro desaparecidos y estima que 10 familias más se fueron sin presentar su denuncia.
EL DERECHO DE LAS VÍCTIMAS: SALTE
 “Conmigo no hay perdón, no hay olvido, no hay negociación, no hay un pacto”, afirma el profesor José Díaz Navarro, la cara visible del Colectivo Siempre Vivo. Un maestro de secundaria hasta que la infamia lo atrapó, el 26 de noviembre de 2014.
“Los Ardillos” capturaron y secuestraron a dos de sus hermanos, un primo y dos arquitectos que realizaban el levantamiento topográfico para construir aulas escolares. Por el GPS de la camioneta, la familia supo que los llevaron a una casa del municipio vecino de Quechultenango. “Los torturaron y los desmembraron, y aún estando vivos les cortaron las manos”, relata José con voz templada desde algún lugar de la Ciudad de México, a donde vive exiliado y con mecanismos de protección por las amenazas y atentados en su contra.
El mecanismo para fue la respuesta institucional creada por el Estado Mexicano para atender a tantas víctimas de la violencia y a los defensores de Derechos Humanos en 2014. José es uno de los 903 beneficiados, sin embargo, lanza duras críticas a este diseño y a las autoridades federales y estatales porque, dice, esto no suple a la justicia.
“Porque a mí me dijeron tú ya no regresas a Chilapa. Y me he enfrentado con las autoridades por eso, porque si estás en riesgo te dicen ‘salte’. En lugar de que vayan por los delincuentes, se van por lo más fácil.”
Para José sacar a las víctimas es dejarles el camino libre a los delincuentes: “¿Nosotros vamos a salirnos, dejarles nuestras casas, nuestras calles? Es como si asaltaran en una calle y en lugar de ir por los delincuentes cierran la calle (…) A la justicia se accede con el Estado de Derecho, que las leyes funcionen, que quien comete un delito se les persiga y si se meten a una iglesia o a las cuevas, hasta ahí deberían ir por ellos”.
Para 2019, el Registro Nacional de Víctimas (Renavi) contabilizó 42 mil 796 personas en todo el país, de las cuales 3 mil 659 estaban en Guerrero, es decir, 9 % de estos registros se dan en un estado con 3 % de la población total del país.
“Hemos dado los nombres de los perpetradores, los identificamos plenamente, hay órdenes de aprehensión desde noviembre del 2016 y éstas no se ejecutan. Entregamos a todas las autoridades copia de la denuncia AV/306/2015, pero no pasa nada y ellos siguen matando y desapareciendo personas”, remata José.
Pretender negociar con los delincuentes, afirma, es una muestra de debilidad del Gobierno “y un mensaje muy grave de que la ley jamás nos va a proteger. Lo que nos protegerá es estar subordinado, callados (…) Pero nosotros no vamos a claudicar en esta lucha de acceder a la justicia. En mi caso sé que estoy más cerca de la muerte que de la justicia”.
Buscando ésta, José se ha hecho de mucha información sensible. “Nos dimos cuenta que este grupo de Los Ardillosse hace pasar por la policía comunitaria Por la Paz y la Justicia”.
“Nuestra información está sustentada en testigos, audios legales, pero nos dicen que no es suficiente.  Para que puedan hacer la detención nosotros, las víctimas, tenemos que imputarlos directamente.”
“Nosotros como víctimas hemos cumplido con nuestra obligación de denunciar, aún arriesgando nuestras vidas, pero las autoridades no ejercen esta responsabilidad y eso también es corrupción”, remata.
Las policías comunitarias fueron creadas hace 24 años como un instrumento para que los pueblos pudieran defenderse de los caciques, pero fueron capturadas por los grupos criminales, reconoce el secretario de Gobierno del Estado, Florencio Salazar Adame, en entrevista para este trabajo.
Mejorar el Estado de Derecho en el país pasa forzosamente por Guerrero y por el fortalecimiento de sus instituciones de seguridad y justicia, capturadas perversamente por vericuetos legales que permiten a muchos violar abiertamente la ley y a otros los arroja al desamparo.
Ivonne Olvera, criminóloga y doctora en Administración Pública, refiere que gran parte de la impunidad que hay en el país también tiene que ver con un déficit de jueces y ministerios públicos y el gran número de delitos que se cometen en el país, pues para atender los 33 millones de delitos que se denuncian en un año (ENVIPE 2019) sólo hay 3,876 jueces y 7,752 ministerios públicos, lo que significa atender 8,513 delitos para el primero y 4,256 para el segundo, es decir, atender 23.32 y 11.66 casos en un solo día, sin descansos.
A la fecha, la Guardia Nacional tiene presencia permanente en Chilapa, José Díaz concluyó una gira por varias ciudades del mundo a donde habló de las víctimas de la violencias y la falta de justicia en México, auspiciado por Justice And Peace y Shelter City. Y aunque Guerrero mejoró en materia de Seguridad, al bajar el número de homicidios, grandes zonas de su territorio viven con ausencia del Estado y a merced de los criminales, lo que explica en parte las imágenes que se conocieron recientemente sobre los niños de Chilapa armados y entrenados para defensa de sus comunidades.
Acerca de la autora:
Concepción Peralta Silverio. Periodista independiente, especializada en temas de justicia social, egresada de la UNAM y maestrante de Periodismo y Políticas Públicas en el CIDE. Pertenece al colectivo Ojos de Perro vs la Impunidad. Fue editora de Estados en El Universal y coordinadora web en NoticierosTelevisa.com. Autora de Espiral del pobreza del libro Los 12 mexicanos más pobres. Twitter: @CPeraltaS. (eluniversal.com.mx).

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