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Juan Sánchez Andraka, escritor y periodista de Guerrero.

¡Llegué a ochenta!
El escritor y periodista mexicano, Juan Sánchez Andraka es conocido principalmente por su novela, “Un mexicano más”, obra que ha rebasado ya las 35 ediciones, cumplió años el pasado 23 de noviembre.
Según su biografía nació en Chilapa de Álvarez, un 23 de noviembre de 1941, Sánchez Andraka estudió Chilpancingo y comenzó su carrera literaria como traductor del portugués y el francés.
El éxito le llegó en 1966 con “Un mexicano más”, obra que le abrió las puertas de instituciones como el Instituto Guerrerense de la Cultura, que dirigió. Además, Sánchez Andraka ha destacad
o por su labor dentro del mundo del documental con títulos como “El guerrero mágico”.
De entre su obra, además de “Un mexicano más”, habría que destacar títulos como “Los domados”, “Debe amanecer” o “Allá en el río”, entre otros.
Hace 24 horas publicó en su red social Facebook un texto, y hoy viernes 30 de noviembre lo publica íntegramente La Crónica, Vespertino de Chilpancingo.
¡Llegué a ochenta! No sé si son muchos o pocos. Me siento de treinta. Aunque mi niñez transcurrió en escenarios que los niños de ahora, ni siquiera pueden imaginar. Son lejanos mis tiempos de niño y joven. Todo cambió.
Los cerros, ahora pelones, tenían muchos árboles. Las corrientes da agua eran limpias y en sus orillas había árboles y flores. Había manantiales por todas partes. Nuestras casas eran grandes, de adobe y teja. Las calles eran empedradas o de tierra suelta. En el patio de las casas había árboles y flores. Las mamás tenían aves de corral y algunos papás, vacas, burros y caballos. No conocíamos la luz de focos, ni los radios.
El horario de clases permitía que desayunáramos, comiéramos y cenáramos con nuestros papás.
Se cocinaba con carbón o con leña en trastes de barro. Las mamás guisaban verduras frescas, recién cortadas. Ya había sopas de pasta pero eran más frecuentes las sopas de elote, de tortilla, de lentejas, de habas, de cebollas. Comíamos también, tortas de papa o de zompantle, de ejote. Muy poca carne. Los frijoles nunca faltaban. Tampoco los guajes, los quelites, la fruta de los patios caseros y la fruta silvestre. No había refrescos. Nuestras golosinas eran los ponteduros, las alegrías, la conserva de toronja, las panocheras. No faltaba el atole blanco en las mañanas o en las tardes.
Ahora, en lo cerros ya no hay árboles. Ya no existen los manantiales. El agua de nuestras corrientes está sucia y apestosa. Los huevos y la leche nos llegan quien sabe de dónde y de gallinas y vacas alimentadas de quien sabe con qué. Nos impusieron los abonos químicos y la tierra se empobreció de nutrientes. Lo que ahora se siembra y cosecha ya no tiene las mismas sustancias benéficas.
Cuando yo era niño las familias iban a los cerros, a los llanos, a las pozas de los ríos. El color verde era el más abundante pero en octubre el suelo amarillaba por el pericón y veíamos flores de todos los colores por todas partes. Los conejos y las liebres corrían a nuestro paso. Arriba volaban muchos zopilotes. El cielo enrojecía cuando empezaba a oscurecer y en las noches los papás nos contaban cuentos.
Se perdieron los sabores de nuestra comida. Ahora comen cosas que yo no puedo ni pronunciar. Todo es químico. No creo exagerar cuando digo que lo que ahora se come está enfermando a la mente de los hombres y las mujeres de todo el mundo.
La forma de vivir, en jaulas, porque eso son los departamentos y el amontonamiento de miles y, a veces, de millones en las grandes ciudades, está provocando locura y destrucción.
El hombre se apartó de la naturaleza, desintegró a la familia y perdió el control de su mente. La ambición de poder y dinero, la superficialidad, la vulgaridad y la violencia son provocadas por nuestras mentes enfermas.
No hay gobierno. No puede haber donde no hay paz, seguridad y armonía.
Las armas no se combaten con las armas. Debemos cambiar formas de pensar, de vivir, de hacer.
Los tiempos de mi niñez fueron mejores. Había paz y seguridad. No teníamos electricidad, ni tantas carreteras y carros, ni televisión ni todas esas cosas que ahora hay. ¿De qué sirve todo eso que se ha inventado si se pierde la honestidad, el respeto, la confianza y el amor? La paz, la seguridad y la armonía son la mayor riqueza.
Ahora tengo ochenta años. ¿Digo lo anterior porque soy viejo retrasado? Eso tú lo decides. Yo me siento de treinta.

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