ARTÍCULO

Libros que no son Libros
Apolinar Castrejón Marino
Con un dejo de pena y chacota, nos enteramos que Carmen Salinas va a escribir un libro, donde contará su “verdadera historia”.
No, no nos apenamos por lo que quiera publicar la diputada-corcholata, sino por el triste concepto que tenemos del libro en la actualidad.
Una anécdota cuenta que Fedro, el sofista griego de la antigüedad, compadecido porque sus paisanos fuesen tan ignorantes, un día sacó de su casa los 10 libros que tenía, y los colocó en la plaza pública para que fueran utilizados por la gente.
Cabe precisar que no eran libros como los que conocemos, sino unos rollos de pergamino; unas tiras enrolladas, de algo parecido a la piel, o tela. Lamentablemente, ese gesto altruista de Fedro, fue completamente inútil, pues sus paisanos simplemente no sabían leer.
En nuestro tiempo, de computadoras, de internet, de teléfonos
inteligentes y de redes sociales, es difícil comprender la importancia del libro, de las librerías, y de las bibliotecas.
Cuesta trabajo comprender que el libro sea el vehículo que utilizó la humanidad, para que el pensamiento de los grandes hombres de la antigüedad, no quedara sepultado “en el polvo del olvido”.
El “político” poblano Rafael Moreno Valle, publicó un libro en el cual se describe como el súper gobernante que benefició a Puebla, gracias a su heroísmo innato y entrega al servicio.
Como quien no quiere la cosa, dondequiera que anduvo “presentando” su bodrio, enderezaba su discurso para que la gente lo considerara el mejor prospecto para ser el próximo presidente de México. Con tal “libro” engañó al Instituto Nacional electoral, para realizar “actos anticipados de campaña” sin que fuera sancionado.
En el transcurso del tiempo, se han originado términos despectivos como libelo, libraco, y librillo, por esa clase de escritos, vacuos, retorcidos y frívolos.
El Jurista español Luis Recaséns Sichés, creó el concepto de “productos culturales”, entre los que incluyó a los libros, porque construyen la “Vida Interhumana Objetivada”.
Es fácil decir que en el mundo actual se publican 2 libros cada minuto. Pero, suponiéndolos a un precio de cincuenta pesos cada uno, y con un grosor promedio de 3 centímetros, se necesitarían $ 2 800 000.ºº para comprar la producción de un mes; se necesitarían 300 estantes de 5 charolas cada uno, y un espacio de 400 metros para colocarlos.
Desde luego, sería imposible leerlos, por lo cual nos remitimos al aspecto del costo de la lectura, que según nuestra experiencia, se reduciría mucho si los escritores y editores, tomaran en cuenta y respetaran el tiempo de los lectores.
Todo iría mejor si no se publicaran libros que tengan poco que decir, que estén mal escritos, y que repitan lo que otros han dicho. Hasta debería haber una ley que nos protegiera de los libros que no son libros.
Como los libros de Nietzsche, que no escribió Nietzsche; o los libros de Marx, que no escribió Marx. O los “libros de auto ayuda” que ciertos “autores” hacen con una pedacera de aforismos que escribieron, filósofos y pensadores de otras épocas.
No son libros, los impresos que tratan de arreglo de automóviles o de carpintería, o de cómo poner inyecciones, porque en estricto sentido, son manuales.
Tampoco son libros “Mi historia” de Margarita Zavala, y Carlos Salinas de Gortari debería pagar una multa por la publicación de su libelo “México: Un paso difícil a la modernidad”, por el desperdicio de papel y tinta.
Al menos, alguien debería de tener el valor de denunciar a los presuntos “autores” y editores que abusan de las posiciones políticas de sus familiares o amigos.
Como la mamá de cierto gobernador del Estado de Guerrero, a quien le surgió la vena poética, y aprovechó el poder de su hijo consentido, para publicar un mamotreto, en el que dio rienda suelta a su escaso cacumen, del cual salieron versos tan “inspirados” como este con el cual terminamos esta perorata: “Me fui a La Quebrada, y me compré una Limonada”.

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