ARTÍCULO
Así recuerdo a mi madre
Edilberto Nava García
Sé que cuando no tengo problemas me olvido de lo básico y fundamental. Y sé también que eso está muy mal, porque si pienso, luego existo gracias al Gran Arquitecto del Universo; al dios de los judíos Jehová o a la fuerza infinita, creadora e inmutable que diversas corrientes religiosas llaman Dios. A Él doy gracias porque dio a la encarnación de mi espíritu en el vientre de una mujer normal que en su niñez sufrió con la pesada carga del deber en su familia.
Cuando comencé a comprender mi mundo, mis familiares cercanos, los vecinos, las siembras de temporal, las yuntas, los garabatos y tarecuas; de la pala cañera, el
espeque en el trapiche; el hacha de plomo, la canoa, las tinas y el trinchi en el alambique de mezcal, en pocas palabras, mi pueblo, mi mundo, la mera verdad sólo escuchaba la referencia a dios y los rezos en el templo, entre sahumerio, copal, flores y velas, pero también de los azotes con reata en la espalda, durante los rosarios con actos de penitencia, especialmente en las conocidas misas de rogación.Sé que cuando no tengo problemas me olvido de lo básico y fundamental. Y sé también que eso está muy mal, porque si pienso, luego existo gracias al Gran Arquitecto del Universo; al dios de los judíos Jehová o a la fuerza infinita, creadora e inmutable que diversas corrientes religiosas llaman Dios. A Él doy gracias porque dio a la encarnación de mi espíritu en el vientre de una mujer normal que en su niñez sufrió con la pesada carga del deber en su familia.
Cuando comencé a comprender mi mundo, mis familiares cercanos, los vecinos, las siembras de temporal, las yuntas, los garabatos y tarecuas; de la pala cañera, el
Y mi mamá nos mandaba a mi hermano mayor y a mí a que fuésemos a misa los domingos. Por eso asistí a la doctrina y recuerdo bien quienes enseñaban a rezar los diez mandamientos y los mandamientos de la iglesia; del cura Rodrigo, de su sotana y zapatos negros; de esa sotana que le cubría hasta los talones y bien ajustada al cuello, que imaginaba, casi lo ahorcaba. Pocas veces dimos limosna, pero mis papás nos señalaron a nuestros padrinos que, unos de bautizo y otros de confirmación. Sufrimos mucho al sobrevivir en la estrechez económica, aunque jamás nos quedamos sin merienda, almuerzo y menos a la hora de comer. Recuerdo que en ocasiones íbamos a la cama sin saber que mi mamá carecía de los diez centavos para pagar el molino a la mañana siguiente, en la maquila del nixtamal. Mi mamá se levantaba a media noche y se ponía hacer su cinta y, con un rollo, que pagaban a veinte centavos, resolvía esa carencia.
Mi mamá me llamó muchas veces la atención por no obedecerla o por hacer cosas indebidas en casa; me pegó con palma de esa que se raja para hacer cinta y algunas veces, muy pocas, con algún tramo de reata. Eso sí, fue discreta y socorrida su forma de corregirnos con pellizcos retorcidos o de vueltita. Dolían mucho, pero lo hacía sólo por insistencias en nuestros pedimentos o caprichitos de infantes. Por ejemplo, si teníamos visita en casa, era el momento para pedir permiso para salir a jugar. Con su mirada nos indicaba que estaba ocupada, pero si insistíamos a decirle casi en su oído, dizque para que la visita no se diera cuenta de nuestro pedimento, entonces, discretamente nos daba uno de esos pellizcos, por lo que nos apartábamos a llorar por allá lejos, dentro de casa.
Ella ha descrito nuestro árbol genialógico a detalle y por mi mamá conocí Chilapa siendo muy niño. Ella se vanagloriaba porque logré llegar a pie a La Atenas del Sur, pues aunque llevábamos dos burros, éstos iban cargados con ánforas llenas de mezcal. Se recorría el camino de herradura pasando por Zotoltilán, Miramontes, Topiltepec, Mojoneras y Ayahualco. Ya en la ciudad, que me asombró mucho, a andar aún más, porque el mezcal se vendía ofreciéndolo de casa en casa o en algunas tienditas. Total, terminábamos rendidos esos sábados, porque el domingo habría que reanudar la tarea de andar y andar ofreciendo el mezcal y a la una de la tarde, terminado o no, habríamos de regresar, porque hacíamos siete horas de recorrido hacia Apango. Tiempo después mi mamá vendía servilletas, frijol, canastos y otros objetos que compraba en Chilapa. Tenía ella que afrontar con mucha responsabilidad los gastos de casa, porque aunque mi papá trabajaba, era insuficiente el producto de su esfuerzo. Él labraba maguey y casi no sembrábamos maíz; prefería comprarlo con la venta del mezcal. Creo que le bastaba con que en casa hubiera maíz. En periodos que no labraba maguey, se colocaba en una hamaca y se disponía a leer, pues contaba con varios libros; por eso aprendimos de él, creo que más de lo que prendimos en la primaria, pero como que tenía tiesos los dedos de las manos, porque casi no intentaba hacer cinta como mi mamá, que en una hora hacía las veinte brazadas que formaban un rollo de cinta y con eso ya tenía para dos o tres jitomates, chiles verdes o bien para la paga en el molino. Por eso sabemos hacer cinta sus hijos. Recuerdo que cuando asistíamos a la primaria, de marzo a junio íbamos a cuidar los mangos allá por Atlahquiahuac y a eso de las ocho de la noche nos poníamos a hacer cinta aunque nos ganaba el sueño con la palma en nuestras manos. Estábamos tan débiles, pues nuestra alimentación era pobre. Al menos en eso le ayudábamos, con la cinta, aunque no completáramos el rollo, lo que fuera, medio rollo o le faltaran tres o cuatro brazadas, ella los completaba y podía ir a vender cuatro o cinco rollos, porque aunque hoy muchos no lo crean, en esos tiempos tenía mayor valor la cinta.
Mi abuelo materno, Leonardo García, nos sacó varias veces de apuros pecunarios. Nos concedía horarios partidos en pelar y escoger mazorca. Entrábamos a las cinco de la mañana. A las ocho almorzábamos, nos íbamos a la escuela y al salir de clases, luego de comer, volvíamos a la mazorca a completar el día. En las siembras y en la dada de tierra, mi abuelo nos pagaba mediodía. Íbamos después de salir de la escuela y en julio y agosto, cuando acudíamos a comprarle dos o tres almudes de maíz, él nos regalaba uno más. Otras voces decían en el pueblo que el mes más difícil era agosto. Yo creo que sí, por eso mi hermano llegó a sugerir, mediante una pregunta. ¿Y por qué no sacan a agosto del calendario?
Mi papá se preocupaba poco. A los cuarenta y siete años no tenía una cana en su pelo, en cambio mi mamá, tan desvelada por preocupona, por el qué vamos a comer mañana, encaneció antes de los cuarenta. Y sabed que gracias a ella concluimos la primaria sus cuatro hijos en Apango. Y por su diaria lucha fue que acudimos a Tixtla a cursar la secundaria, trabajando de criados en quehaceres domésticos, de albañilería y hasta en el campo. Lo importante era estudiar, porque al fin parias, ¿a qué más podíamos aspirar en Apango, desposeídos, sin tierras ni ganado? No olvido que al inicio, pobrecita de mi madre, iba por la ropa sucia, la traía al pueblo, donde la lavaba y planchaba y nos la llevaba nuevamente a Tixtla. En Apango no había luz eléctrica. Lo bueno fue que nos enseñamos a lavar y planchar nuestra ropa y con ello ella descansó de ese trajinar.
El abuelo Prisciliano Nava tuvo grado de coronel en la Revolución, pero al morir, su viuda no fue pensionada. El coronel fue gestor del ejido de Apango junto con Cirilo Salgado, Hermenegildo Rosales y otros. Los años han transcurrido y gracias a dios mi mamá sigue siendo una mamá normal. A nuestra edad, ya adultos mayores, aún nos aconseja y reconviene, porque nota y le duelen nuestras acéntricas actitudes. En cambio nosotros como hijos continuamos siendo insuficientes en amor y gratitud hacia ella. Y es que entre nosotros siempre ha existido austeridad en el amor filial, pues desde que contaba con cuatro años de edad, no recuerdo que mi papá o mi mamá nos hayan abrazado o hecho una caricia. Y así pasaron los años; nos amaban y protegían a su manera. Ya independientes, hemos vivido en viviendas modestas, pero propias. Jamás hemos tenido lujos ni motivo para sentir algún orgullo. Creo que difícilmente cargaremos sentimiento de culpa por haber despojado a alguien de sus predios, alguna casa o sus productos, y gracias a dios, no hemos cometido algún acto criminal. De eso, hasta ahora, puede estar segura mi mamá, doña Juana García Iglesias, quien luego del difícil trajinar, muestra ya signos de haber concluido su ciclo y la misión que desde lo alto le fue encomendada. Ahora le damos lo que podemos, lo que está a nuestro alcance. Quizá no somos lo que forjó o llegó a imaginar y, sin embargo, como hijos, no somos lo peor. Ha de ser sublime el desprendimiento de su espíritu que encarna su vida. No siento cargos de conciencia y me estremece el instante, quizá próximo.
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