COLUMNA

Un burro en primavera

Apolinar Castrejón Marino
Don bruno estaba muy contento, porque en su huerta crecían saludablemente las sandías que había venido cultivando por más de 3 meses, pero que pronto las podría vender muy bien en el mercado, debido a que se estaban poniendo muy rojas y dulces en el interior.
Solo era cuestión de tiempo para la cosecha, y ¡a contar las ganancias! Sin embargo, la primavera tenía otros planes. Sucedió que en los campos próximos había muchos animales que pastaban libre y tranquilamente en los campos próximos.

Como sabemos, la primavera tiene la capacidad de alterar ciertas hormonas en los organismos ya de por sí, de sangre caliente, es lo opero que precisamente en un burro que andaba por el vecindario, que de buenas a primeras empezó a ver más apetitosos los ojos de cierta burrita parda muy joven. 
La burrita en cuestión, pues también tenía sus sentimientos, así que le lanzó unas miradas prometedoras al jumento. Y como por menos de esto, se han consumado grandes romances, ambos animales orejones iniciaron un acercamiento, que luego se transformó en una loca carrera bien surtida de coces y mordiscos, que son como caricias para estos bruscos animales.
La violenta carrera, sin dirección definida, vino a dar al terreno de Don Bruno, y una vez entre las sandías, se pusieron como a bailar, destrozándolas, como si les hubiesen encargado hacer “agua de sandía”.
Al día siguiente, cuando Don Bruno fue a “devisar” su siembra, le dio el soponcio al ver tamaño destrucción. Gracias a comentarios de los vecinos, y las huellas dejadas “in situ” por los presuntos infractores, don Bruno pudo elevar su queja ante la autoridad municipal y exigir la correspondiente reparación del daño.
Don severo era el juez de paz, y el encargado de aplicar la ley competente de estos casos. Como era partidario de la ley expedita, citó al regidor de campo y al de ganadería para que proporcionaran los antecedentes de los involucrados; y esto es lo que pudieron proporcionar:
El burro era propiedad de Don Modesto, anciano pobre, duelo solo de una pequeña parcela de tierra reseca y pedregosa, que apenas daba cosechas raquíticas para no morirse de hambre. La burrita en cambio era de buena familia, que procedía del rancho de Don Ricardo, el más rico de la región. Igual que las mujeres y los diablos a la burrita le gustaba escaparse de la buena vida, para ir a juntarse con la plebe. 
Don severo, juntó al perjudicado Don Bruno y a los culpables del daño, bueno no a los burros, sino a sus dueños. Estando todos reunidos, Don Severo preguntó a Don Bruno en cuanto estimaba los daños, y este, contestó que en números redondos eran como mil pesos estando el dólar a 19 pesos, ya que según él, el dólar si afecta a la economía del país.
Los dueños admitieron que el costo era razonable, pero que no estaban de acuerdo en pagar a partes iguales, ya que según Don Ricardo, había sido el burro quien hizo víctima de sus bajos instintos a la casta e inocente borriquita.
¡De ninguna manera! dijo don modesto, asegurando que su burro era pobre, pero honrado, y que seguramente había caído bajo el embrujo de esa burra mañosa, caprichosa y consentida. 
Ante lo difícil de la situación se inició una averiguación previa apara el acopio de todos los detalles y la valoración de los hechos. Adicionalmente se giró invitación a un Señor Guzmán Loera, huésped distinguido del Hotel del Altiplano, a un Sr. Conejo que cobra como gober de Michoacán y a un Sr. Layín que roba poquito y tiene mucho gusto por la chicuelas, para que dictaminaran el asunto basados en los latidos de so cachondo corazón. 
Todos rechazaron tan honrosa invitación, alegando problemas de agenda, y entonces toda la responsabilidad quedó en el criterio de Don Severo, quien no pudo declararse incompetente, porque la única que lo sabía era su esposa.
Vale decir que la complicación era que daba pena ver a Don Modesto, tan viejecito, tan pobre y cargado de hijos, y Don Severo no quería perjudicarlo con una multa. Muchos días tuvo que pasarse estudiando leyes y códigos y hasta acudió a pedir consejo a Virgilio Andrade y el equipo de abogados españoles de Moreira, pero nada. Hasta que una noche la providencia lo iluminó para impartir una justicia prístina.
Antes de concluir el plazo de gracia, Don Severo citó a todos para dar su veredicto: “A la luz de todas las evidencias, determino que la sanción sea pagada de acuerdo a los cuerpos del delito involucrados, es decir, según el número de cascos destructores”. Así, el cómputo sería de 2 pezuñas por parte del burro, y cuatro por parte de la burra, toda vez que él siempre estuvo apoyado en el lomo de ella, y solo cometió la mitad de la destrucción. Y la justicia fue hecha. 

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