PRINCIPAL DE PRIMERA PLANA

Negaron rescate policías y
 militares a 43 normalistas


Jonathan Cuevas.IGUALA DE LA INDEPENDENCIA, GRO.--Aquella noche fue tétrica. Las balas que penetraron seis cuerpos la hicieron trágica. Los primeros dos caídos apenas terminaban de madurar y, estaban ahí, bocabajo, sobre el pavimento mojado, escurriendo sangre que se mezclaba con el agua de la lluvia.

Alrededor, a una distancia de 10 metros aproximadamente había unos 20 soldados que resguardaban los dos cadáveres. Pero en vida no protegieron a esos dos jóvenes que rogaron ayuda cuando les cayó una lluvia de balas. Terminada la agresión, ya no tenía sentido esa labor de protección que realizaban los hombres de traje verde. 
Cerca de los restos estaban algunos jóvenes, sobrevivientes, acompañados de profesores. Los primeros eran de la escuela de Ayotzinapa y los segundos pertenecían al magisterio disidente. Es gente organizada que siempre ha luchado contra los abusos del gobierno en una entidad tan convulsionada y marcada por la muerte de campesinos, estudiantes, mujeres, niños. Aquí, donde abundan las masacres y la ejecución de líderes sociales.
Los sobrevivientes querían acercarse a los dos hombres que habían sido ejecutados para tratar de identificarlos, pero no se los permitían quienes resguardaban la zona.
Eran las 2:00 de la madrugada y la lluvia no cesaba. En las calles casi no circulaba nadie, solo algunos taxistas y sujetos en motonetas. Uno de ellos, incluso, se estacionó junto a la escena del crimen y observó cerca de dos horas lo que ahí sucedía. Siempre montado en su unidad motriz y atento a las pláticas y susurros de los involucrados en la escena. 
“Luego se ve que es halcón”; soltó uno de los nueves reporteros que estaban ahí, sorprendidos y, varios de ellos apunto del llanto al ver a los estudiantes caídos.
Los propios militares hablaban entre ellos que los taxistas y motociclistas que cruzaban por ahí, eran halcones. Todos circulaban sobre el periférico norte de la ciudad y, se detenían varios minutos frente a la calle Álvarez, donde estaban inertes los cuerpos. Los elementos del Ejército Mexicano nada hacían ante tanta mirada de los informantes del narco. 
Transcurrió hora y media antes de que arribaran representantes del Ministerio Público, peritos de la Procuraduría del Estado y el Servicio Médico Forense (SEMEFO). A su llegada todavía realizaron las diligencias en el lugar de los hechos. Una hora después fueron levantados los cadáveres para llevarlos a la morgue. 
Pero los restos humanos estaban en ese sitio desde las once de la noche del 26 de septiembre y, ya eran las 4:00 de la madrugada del día 27; es decir, los cadáveres llevaban al menos cinco horas entre la fría noche. 
Cerca de los jóvenes asesinados había decenas de casquillos percutidos, manchas de sangre y pequeños fragmentos de carne humana que se desprendió de otras personas que fueron víctimas de un atentado que ejecutó la policía municipal y sicarios al servicio del grupo denominado “Guerreros Unidos”. 
Pero lo que impactaba y sensibilizaba a los reporteros que llegaron hasta ahí después de la una de la mañana, eran los dos jóvenes que yacían en el suelo mojado. Por momentos se olvidaban de que eran vigilados, tal vez, por la misma gente que ejecutó a los normalistas.
La escena era demasiado triste aunque no se les notaba el rostro a los cadáveres. Entre la oscuridad y la posición bocabajo era imposible observar esos semblantes juveniles. 
Pero la ropa que portaban decía mucho. Las cabezas rapadas y los rumores previos al arribo de reporteros, confirmaban que se trataba de dos estudiantes de primer grado de la normal rural de Ayotzinapa, “Raúl Isidro Burgos”. Ninguno de los nueve comunicadores tenía duda de ello a esa altura de la noche. 
Dentro de la zona que ya estaba acordonada, justo en el límite de la calle Álvarez y el asfalto del periférico, se encontraba el primer cadáver. Tenía entre su inmovilidad, las piernas cruzadas. La víctima llevaba zapatos color negro, pantalón de mezclilla y una playera de manga larga, verde.
De su pecho escurría bastante sangre que combinada con el agua de la lluvia había avanzado ya al menos dos metros. 
Unos diez pasos hacia el sur, sobre un tramo de tierra y a las afueras de un negocio de lavado y aspirado, estaba el segundo cuerpo sin vida. Llevaba puesto un pants color azul marino y una playera roja. Sus huaraches hacían notar fácilmente que se trataba de un muchacho humilde, indígena, campesino. 
Este cuerpo también desprendía sangre de los agujeros que le dejaron las balas disparadas desde armas del propio gobierno.                              
Entre el 26 y 27 de septiembre llovió toda la noche y los rayos cruzaban de forma total la ciudad, desde las alturas. El temor rondaba entre las familias igualtecas que se encerraron en sus casas. Ni los policías estatales o federales se atrevían a andar patrullando en las calles de esta ciudad. Y eso que son, supuestamente, las corporaciones mejor capacitadas.  
Junto a la escena del crimen nadie lloraba pero rondaba el miedo entre sobrevivientes y reporteros. De los militares solo se observaban miradas frías, como si estuvieran presenciando cualquier otra escena donde se cometió un ilícito sin mayor importancia. La simplicidad en sus rostros también era fácil de percibir. 
Tal vez hasta ese momento nadie imaginaba la magnitud de lo que significaría la caída de esos dos jóvenes. 
Ni siquiera los perros se acercaban a ese sitio. Llegaron solo unos cuatro policías ministeriales del Estado aparte de los militares, pero acompañaron a los peritos, el Ministerio Público y Semefo, para resguardar el levantamiento de los cuerpos acribillados. 
Los nueve reporteros enviados desde Chilpancingo fueron los únicos testigos de aquella triste escena. Antes, unos 5 comunicadores locales había atestiguado el atentado más cruel sucedido en los últimos años, en el Estado de Guerrero. 
Esos cinco vivieron la peor parte. Fueron balaceados justo en el momento en que entrevistaban a los líderes del movimiento de Ayotzinapa. En esa entrevista los estudiantes relataban que ya habían sido atacados con armas de fuego como a las 21:00 horas de ese 26 de septiembre. 
En esa entrevista también había maestros de la Coordinadora Estatal de Trabajadores de la Educación en Guerrero (CETEG), que habían llegado a brindar apoyo a los muchachos de “ayotzi”.  
Pero luego vino el ataque más perverso. No concluía la entrevista cuando hombres vestidos de policías y algunos civiles se instalaron en tres puntos para acorralar a sus víctimas. Sin aviso alguno empezaron a disparar.
Los jóvenes que estuvieron ahí afirman que había una lluvia de balas que pasaban a centímetros de sus cuerpos. Varias toparon con carne humana. A dos les alcanzaron a arrebatar la vida en ese instante; varios más lograron huir heridos.
Todos corrieron para donde pudieron y, fueron perseguidos. Muchos pretendieron esconderse en algunos autobuses que estaban ahí varados, pero tomaron la peor decisión. De ahí los bajaron algunos sujetos que portaban armas largas.
Los victimarios se dieron el tiempo de tirar al suelo a decenas de jóvenes y escoger a algunos para llevárselos en camionetas oficiales del gobierno municipal. Se fueron con 44 estudiantes de los cuales 42 aún no aparecen (a la fecha del 25 de enero del 2015). 
Uno fue localizado la mañana del día siguiente (27 de septiembre del 2014), desollado. Al otro ni siquiera tuvieron la oportunidad de reconocerlo sus padres, pues según el gobierno, fue calcinado por sus victimarios.  
Varios sobrevivientes fueron perseguidos por diversas partes de la ciudad. Tenían que resguardarse entre los montes, en matorrales o donde pudieran. 
Cerca de la medianoche llegó el Ejército solo para resguardar a los dos caídos. Antes, durante los atentados y las persecuciones, jamás aparecieron. 
Pero cuando arribaron a la zona del crimen, los sobrevivientes rogaron ayuda para que rescataran de la barandilla municipal a sus compañeros que, imaginaban, se habían llevado presos. Los efectivos del ejército se negaron a acudir a la comandancia de la policía y, por el contrario, dijeron a los jóvenes que ellos mismos se habían buscado el sanguinario ataque. 
Los cinco reporteros que sobrevivieron se escondieron donde pudieron y no volvieron a salir en toda la noche. A los estudiantes de Ayotzinapa les cerraron las puertas en hospitales y las casas de los vecinos de esa zona.
La parálisis de las autoridades…
De camino a la ciudad de Iguala, los nueves comunicadores enviados de Chilpancingo tuvieron a la vista otra escena poco común: la neblina rodeaba la ciudad mientras la lluvia se encargaba de empaparla. Los enormes y ruidosos rayos parecían abrazar la ciudad. Todo se veía macabro desde antes de entrar a Iguala. Aquella noche hacía frío en el lugar donde abunda el clima cálido.  
En el crucero de Santa Teresa se toparon con el autobús del equipo de futbol “Los Avispones”. Ahí, momentos antes viajaban jugadores, directivos, porristas y entrenadores. 
Al paso de los comunicadores el autobús estaba vacío, fuera de la carretera e impactado contra un árbol. Una grúa trataba de remolcarlo mientras dos policías federales vigilaban. 
El cascarón del vehículo pesado estaba repleto de orificios. También fue balaceado. Un joven jugador de futbol y el chofer del vehículo murieron después del ataque. Otra bala alcanzó a una mujer que viajaba en un taxi, provocándole la muerte. 
Durante esa madrugada, decenas de policías estatales y ministeriales se concentraron en el Ministerio Público. No buscaron a los responsables de los ataques. Los policías parecían tener miedo pues nadie salía a patrullar.
En cambio, los radios de las diversas corporaciones de seguridad no dejaron de tener actividad durante toda la noche. 
Según algunos uniformados, grupos del crimen organizado interceptaban sus frecuencias y los retaban a que salieran a dar rondines para enfrentarse a balazos. Los mandos de la policía decidieron no exponer a sus elementos y permanecieron ahí, cerca o dentro del MP, sin mucho que hacer. 
Poco antes de las 5:00 de la mañana arribaron tres patrullas de la Policía Estatal y Federal. Traían en cada camioneta grupos de al menos 10 jóvenes. Todos estaban rapados. Eran estudiantes de Ayotzinapa. 
Cruzaron frente a los reporteros y entonces se pudo observar que varios venían heridos, muy golpeados. Los jóvenes agachaban sus miradas ante las cámaras. El temor en ellos era fácil de percibir. Nadie explicó de dónde habían traído a esos jóvenes o cómo los encontraron.  
Uno de ellos, el último en ingresar a las oficinas del Ministerio Público apenas y podía caminar. Rengueaba bastante pero era empujado por un policía para que avanzara rápido.   
Dentro del edificio ya había más jóvenes declarando. Eran estudiantes de Ayotzinapa y jugadores de futbol. 
Durante la noche, los normalistas solicitaron una y otra vez al Ministerio Público, a los policías ministeriales y estatales, incluso al personal de Derechos Humanos que era encabezado por el ombudsman guerrerense Ramón Navarrete Magdaleno; que acudieran a la barandilla municipal para rescatar a los jóvenes que se habían llevado los policías locales. 
Ninguna corporación o persona se atrevió a ir a ese sitio argumentando que no había condiciones de seguridad para salir a las calles de Iguala. 
Todos prefirieron resguardarse a sí mismo a pesar de que tenían el reporte de que los jóvenes a los que se llevaron los municipales, fueron trasladados a la cárcel del municipio. Días después se supo que las personas a las que todas las corporaciones se negaron a rescatar, eran los 42 que siguen sin aparecer y, otros dos cuya muerte fue confirmada en los días y meses consecuentes.  
En aquel edificio estaban también; el entonces procurador de Justicia Iñaki Blanco Cabrera y el ahora ex Secretario de Seguridad Pública del Estado, Leonardo Vázquez Pérez. Tampoco ellos hicieron nada a pesar de ser los encargados de dar seguridad y justicia a los guerrerenses.  
Las corporaciones policiacas del Estado y la federación, incluso el propio Ejército Mexicano estaban en parálisis total. Ninguna hizo algo para buscar o tratar de rescatar a los normalistas durante esa noche.          
Poco antes de las 6:00 de la mañana, los nueve reporteros pretendían retornar a Chilpancingo pero un grupo de policías del Estado les pidió esperar hasta el amanecer, para no arriesgar su integridad física. 
Afirmaron que en esos momentos había bloqueos de grupos del narco sobre la carretera Iguala-Chilpancingo, a la altura del poblado de Mezcala, por lo que “ni siquiera ellos se atrevían a salir a carretera”.
Les indicaron que aguantaran una hora más y, en el momento en que el cielo empezara a tener luz de día, se irían juntos hasta Mezcala, para evitar ponerlos en riesgo. 
Terminando la noche partieron tres vehículos de los reporteros detrás de unas cinco patrullas de la policía estatal, pero los oficiales se olvidaron de esperar a los comunicadores que circularon a velocidad moderada hasta Chilpancingo.
Desde ahí, temprano dieron los primeros reportes de los hechos de aquella noche sangrienta y trágica en Iguala, tierra dominada por los Guerreros Unidos y donde los tres niveles de gobierno parecían estar sometidos. Al menos eso se observó esa noche ante la inmovilidad de las fuerzas de “seguridad” del gobierno mexicano.
NOTA: Este texto fue escrito por Jonathan Cuevas, uno de los nueve reporteros que llegaron desde Chilpancingo para atestiguar lo que sucedía aquella noche del 26 de septiembre y la madrugada del 27 en Iguala. Parte de este trabajo reproduce la visión de este periodista en el lugar de los hechos, así como en el Ministerio Público. Otra parte son versiones recabadas tras el atentado, también en el sitio donde fueron atacados los estudiantes.
Por motivos de seguridad, en este trabajo se omiten nombres de estudiantes y reporteros sobrevivientes al ataque, así como de aquellos que se trasladaron desde la capital del Estado para dar cobertura a los hechos. 
El presente trabajo fue elaborado con la intención de aportar una visión real de lo sucedido aquella noche, a cuatro meses de haber ocurrido la persecución, asesinato y desaparición forzada de la que fueron víctimas decenas de estudiantes. (API).

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