ARTICULO

Las ofrendas

Edilberto Nava García


¡Caramba! así es mi mamá; a sus 83 años,  pese a que sabe que sus hijos ofrendamos, ella persiste en hacerlo aparte. Ni modos, debemos ayudarla, aunque duplicamos las labores de preparación de la ofrenda. Lo difícil es escasea el dinero. Pero ella cría sus gallinas, tiene camaguas, calabazas. . . 
El primer día de noviembre. Por la mañana a eso de las siete, la señora se levantó y puso a calentar el agua para pelar los pollos. Entre sueños escuché que le dijo a Rosaura: despierta a tu papá, dile que ya va a estar el agua y los pollos siguen allá arriba. Me levanté más veloz que Remigio, el personaje de la poesía del bardo Juan García Jiménez, que dice: “Órale Remigio,  garre sus tilichis y como de rayo se me va a l ‘a iscuela. . .”

Sin más, subí a la azotea por las aves ya dispuestas, antes de darles a  llenar el buche. Y es que para este tipo de quehaceres en honor a la verdad, mi señora me lleva en  mucho la delantera. Anoche colocamos el arco que se forma con las cañas, que por cierto ni las compré, porque mi tío Teodoro nos las donó. Nomás me dijo: ahí está el machete, ve a cortarlas. Y las escogí, de las más bonitas, y me las traje en el hombro. Colgamos el pan pintado y las frutas las atamos a las cañas.
De repente, me dice la señora: ve a ver a tu mamá, por si acaso tiene... ya estoy sobre la bicicleta y salgo una vez más como Remigio. Al cruzar la calle, el aire me trae ese olor a copal, a incienso que se escapa de las viviendas al sahumar sus ofrendas. Me siento místico de pronto. Me digo para mis adentros: Este Apango continúa tan fiel a sus difuntos. Y aspiro el aroma ritual de cada año. La verdad es que agrada; me trae infinidad de recuerdos de la infancia. Enseguida,  pienso: Ojalá y mi hermano haya ido a limpiar las tumbas. El año pasado se me adelantó; cuando llegué sólo me tocó emparejar y forman bien a bien las tumbas, porque otras veces el zacate y hasta espinos han sido muy duros de arrancar. En la calle me topo con varias señoras que retornan del pequeño mercado, llevando flores y velas e incluso pan. Algunas han llegado desde el Valle de México, Cuernavaca, Acapulco y Chilpancingo. Así sucede año tras año en las ofrendas.
De pronto, allá por la orilla del pueblo se escucha un altoparlante. Entra por la llamada Calle Real. Grita que los padres de los normalistas desaparecidos piden que se vaya el nuevo gobernador, que también es miembro de la delincuencia organizada. Y del presidente municipal, al que señala de sinvergüenza, grita otras cosas, pero esos gritos se distorsionan al retachar el sonido de las bardas y casas de concreto.
Retorno a casa. Han lavado el nixtamal para las  tortillas y el recocido para los tamales. En cubeta,  aparte, lleva Yoloxóchitl el frijol llamado mongo, tan sabroso que como Apango, sólo unos pueblos conservan. Fui por  la hoja de tamal para rociarle agua y después zambullirla. Con ella se envuelven los tamales para que se cuezan. Se trata de hoja sazona de milpa. Sorpresivamente, Tlacaelel que estudia Filosofía, mira la mesa en que se ofrenda y pregunta: papá, ¿que usted no tiene una foto de mi abuelo para colocarla? Si hijo –le respondo-, pero mi papá con o sin foto viene. Tlacaelel no replica, no dice nada. Y es que los desencarnados son ahora esencia y al abrir el Todopoderoso las catacumbas desde el quince de octubre, ellos rondan, andan entre los vivos, entre nosotros.
Allá abajo, frente al palacio municipal, por las noches continúa la gente reuniéndose en solidaridad con los familiares de los normalistas desaparecidos. Sin dejar de hacer cinta, habla de pronto Minerva. Dice: Y qué haremos, a ellos, a los muchachos no les vamos a ofrendar. ¡Vivos se los llevaron, vivos los queremos! Ofrendarles es darlos por muertos y ese pinchi  Peña Nieto, no sabemos cómo le va hacer, pero los tiene que entregar sanos y salvos. 
Una docena de rostros de mujeres y hombres voltean hacia nosotros convirtiéndonos en centro de atención. En las miradas se refleja la duda, el qué será de los muchachos. El tiempo transcurre, pasa, vuela y nada.  El profe Zeferino ha sugerido que todos en casa estemos atentos a los noticieros; también en la radio.
Fuimos con Rosaura al “Tlayohuahle”, un punto adjunto a la secundaria, y despegamos camaguas. Al llegar a casa las desgranamos y lo pasamos al molino de mano. Reyna sugiere: muelan también la canela, ya la pasé en el comal. En eso llega el nieto Isaac y pregunta: qué van a hacer con eso? Reyna responde: los tlaxcales. ¿Y cómo son esos? La señora añade: son memelas. A la masa se le pone canela, azúcar, una pizca de carbonato  o royal y manteca o aceite al gusto. Luego se pasan sobre un comal a fuego lento. El niño se da por satisfecho. Empero por estos rumbos casi todos los hemos comido alguna vez. Isaac preguntó por lo de “tlaxcales”, término raro para él. En realidad son panes, pues en náhuatl es tlaxcame, cuyo plural lo han castellanizado. Tlaxcal es pan o tlaxcalli, 
En efecto, media hora más tarde los probamos. Riquísimos, aromáticos, desprendiendo ese olor a canela y lo inconfundible del maíz a medio sazonar. Pero nada más la prueba, porque son para ofrendar a los difuntos y a todos los santos, dijo una voz en tono imperativo. Y aclaró: porque si no hablo así, se los acaban en un santiamén.

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