COLUMNA


La Jaula de Dios


Jesús Pintor Alegre

 El kilogramo de de excremento, se está poniendo a peso, como dice la conseja popular, sin que ello signifique que recordamos al chirundo, nuestro bien recordado Carlos Zeferino Torreblanca Galindo, quien les colgó la etiqueta a los dirigentes perredistas de come mierda, sino porque la situación del caso Ayotzinapa, a seis días de que se cumpla el primer año, se está enturbiando.

Ya se recibió el fantasma de Poncio Pilatos en la figura de Humberto Salgado Gómez, quien aseguró que en el asesinato de dos estudiantes de la normal Rural de Ayotzinapa, no había autor intelectual, y que le reviró con una mano mayor, el ex fiscal, Alberto López Rosas, al señalar que el único culpable de este caso, es nada menos que el secretario general de gobierno.
Se han armado varias teorías, se han colocado varios tabiques de las suposiciones, con que al final han empezado a darle forma de una torre de Babel mal hecha, por un lado el intento infructuoso del gobernador, Ángel Heladio Aguirre Rivero, de no poder apagar el escándalo guadalupano, pese a los mimos que ha intentado con los normalistas de Ayotzinapa, y por el otro, el intercambio de culpas.
Allá a lo lejos la figura de un Genaro García Luna, ahora reducido a un simple ciudadano, y antes todopoderoso de la seguridad pública nacional, que se empeñó en cargarle la culpa a Alberto López Rosas, y a su es par en el estado, Ramón Almonte Borja. 
Se desprendió que al poco tiempo de los hechos en la autopista del sol ese 12 de diciembre aciago, el ex presidente de la República, de los soldaditos de plomo, Felipe Calderón Hinojosa, le echó una llamadita a Aguirre Rivero, y al rato, el hacedor de las fuentes danzarinas, se vio obligado a remover a dos funcionarios.
La parte delgado del hilo estuvo en Alberto López Rosas, y  Ramón Almonte Borja, pues allá lejitos estaba Silvia Romero Suárez, pero que no asomó siquiera, y más de cerca y con carga real de esa presunta culpabilidad, estaba Humberto Salgado Gómez, quien parecía escabullirse con declaraciones de tira y esconde la mano.
El asunto se ha enturbiado tanto, que a pesar de tantos meses del hecho, se sigue sin saber qué exactamente ocurrió en el caso de la culpabilidad, o dicho de  manera más directa, no se conoce quién ordenó disparar, y más allá, con la teoría de Salgado Gómez de que no hay autor intelectual, qué pulga les picó a los policías para verse obligados a disparar.
Un tema, este último, que suena descabellado, pues los policías, de cierto, reciben órdenes, y no se conducen con criterio propio, pues se responde a una estrategia tipo militar, allá donde las órdenes se hicieron para cumplirse, no como en la vida civil, donde las leyes se hicieron para violarse.
Ha comparecido ya Alberto López Rosas ante el Congreso local, Ramón Almonte  Borja se ha sacudido el lastre de la confesión y la verborrea, y ha amagado con hablar sólo hasta el 14 de diciembre, que ante los medios, podría decir algo, lo que fuera y sonara a político. Las incomodidades se dan en el ritmo de la inconformidad, acá, donde todavía resuena la frase del sapito Clo Cló, de «nadie sabe nadie supo»…
No, al menos por ahora, y quizá por los siglos de los siglos o hasta que la muerte no se pare, aún sin boda, ni mucho menos. Pero ya se acerca la fecha fatal: el 12 de diciembre, y no porque se vaya a acabar el mundo, sino porque ese día, el más guadalupano de todo el año, se cumple el primer aniversario del escándalo que lleva, quiérase o no, la firma aguirrista.  

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