COLUMNA

La Jaula de Dios


Jesús Pintor Alegre

 Si nos gana la nostalgia, donde a la gente le da por ese melancolía que le nutre, podremos decir que antes los tiempos eran mejores, que el pan de leña era muy superior al de ahora, que el huevo estéril nada tiene que ver en nutrientes con los que consumían nuestros abuelos, que el policía era un ser respetable, y el maestro, un verdadero líder.
Podemos decir que los políticos estaban hecho de otra madera, de mayor honestidad y menor cinismo, con más respeto a sus semejantes y menos ambiciones, podemos hacerlo para añorar los tiempos pasados, allá donde el sapito cló cló era un ser casi divino, con el Principito que todos queríamos ser.
Podemos añorar, también, las tardes tranquilas, con las sillitas que se colocaban en la puerta para ver pasar a los vecinos, para sentir en carne viva el acto de compañerismo y solidaridad, donde todos nos ayudábamos y nos tendíamos la mano, donde los mexicanos, en realidad eran hermanos.
Pero mientras nos sumimos en ese ejercicio de aflicción por lo pasado, la añoranza por lo que ya se fue, el entorno en que se vive, nos sigue devorando, donde el diputado local gana 160 mil pesos al mes, y se compra casas aquí y allá, 200 mil pesos más si son presidentes de comisión, aparte los bonos y los acuerdos vendidos.
Donde también, el alcalde vende sus intereses, y se deja conducir por la tablita de la inercia, se hincha los bolsillos, y gana prácticamente lo que quiere; un gobernador que sigue vendiendo quimeras, un secretario de despacho que se eleva al limbo y nos invita a que no lo molesten.
Y en este mismo cuadro patético, una policía que presume su fuerza con los indefensos, un ejército que saca todo su arsenal en los desfiles, como en un carnaval de la bala, o más en desafortunada, unas cárceles que se llenan de pobres y depauperados que no pueden comprar la justicia.
Si seguimos en esos tonos, donde dejamos hacer y dejamos pasar, la vida cambiará para seguir igual, en esos tonos de la contrariedad perogrullesca, dentro de su misma paradoja. Cuando un IFE nos dice que ha salvado al mundo, o cuando menos a México, varios le creen, y hasta veladoras y flores les ponen.
Consejeros electorales que al rato son magistrados o viceversa, diputados que se convierten en senadores, y de allí, a la gubernatura, o alcaldes que se colocan en la cámara local, o quizá federal, uno aquí y al rato allá, en un acto que semeja un baile de chapulines en comal ardiente.
Mientras eso sucede, y que al rato por la propia inutilidad dicen «hay que orarle a Dios» para que nos salve de policías y delincuencia, la gente seguirá lamentándose, sumida en esa mediocridad que galopa, y que aja las entendederas y la misma sensatez, para convertirse en grotescos zombis multicolores, con o sin tarjetas.
Un acto que duele y en verdad lastima, es cuando todo queda en manos de unos políticos inútiles por antonomasia, que disfrazan sus actos para quedar bien con el pueblo, y con el poder, es decir, con Dios, y con el Diablo, y se creen tan listos que imaginan que nadie lo sabe.
Así se cuecen las habas, así se arman los andamios y se tejen los ropajes. Allá, vemos a ex directores de área, llenos de cinismo que quieren seguir sangrando al pueblo y demandan al pueblo, quien les termina pagando con sus impuestos, gracias a la falta de autoridad municipal, o inutilidad jurídica.
¿Cuándo se podrá ver a un pueblo, preocupado por su mismo pueblo?, exigir y no conformarse con migajas y cuentas de colores, con dádivas y burlas. Allí está el plato servido de gusanos que se entremezclan en la carne corrompida, y sólo hace gesto de repugnancia, pero no hace nada por deshacerse de él.
Este el de ahora, es el pueblo de la desdicha, que se deja hacer y pisotear, que se conforma, que se agrede a sí mismo, y que es feliz con decir que los políticos no sirven. Las palabras, de facto, son palabras que se lleva el viento, y se deshacen en sus propias volutas. Quien tenga oídos, que oiga. Quien tenga ojos, que lea.

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