COLUMNA
La verdad en televisión
Apolinar Castrejón Marino
«En este mundo de engaños, nada es verdad y nada es mentira, todo es según el color del cristal con que se mira».
En estos versos escritos el siglo pasado, por el poeta español Ramón de Campoamor encontramos excelentes lecciones de sabiduría en el tema de qué es la verdad.
Y aunque la verdad es algo que estudia la epistemología, en nuestros días el ministro Arturo Zaldívar Lelo de Larrea, de la Suprema Corte de Justicia nos empuja a revisar nuestros conceptos y juicios acerca de la realidad de las cosas. La mayor parte de atarantados mexicanos se educa y norma su criterio diariam
ente por lo que ve en la televisión.
Para ellos no hay ninguna duda, lo que pasa en la televisión es la verdad de las cosas; «La neta del planeta».
Comenta, discute y arma los más encendidos debates con lo que escucha en voz de Loret, de Ciro y de Denisse.
La voz de quienes hablan en la televisión es como la voz de Dios. Para ellos, ver la televisión es estar bien enterados. La palabra «televisión» fue utilizada por primera vez por Constantin Perski en el Congreso Internacional de Electricidad de París (CIEP), efectuado en 1900.
Es un híbrido de la voz griega ôëå (tçle, que significa “lejos”) y la latina visiônem (acusativo de visiô “visión”). Tanto los aspectos de transmisión y programación, como los aparatos de recepción de la televisión, han evolucionado a una velocidad asombrosa. A pesar de ello, los contenidos siguen obedeciendo los intereses de los dueños de las empresas.
Quienes pagan por la realización de programas y los gobernantes en turno, tienen la facultad de decidir qué hacer, como hacerlo y cuando hacerlo en la televisión.
Así las cosas, la verdad mostrada por la televisión es confiable en un .001 %. El intenso cabildeo por parte del gobierno federal y las organizaciones civiles, en la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia en torno al asunto de la ciudadana francesa Florence Cassés.
Usted recordará que hace unos cinco años, la empresa TeVe Azteca se vio involucrada en un caso de falsedad de algunos hechos delictivos en que los reporteros estuvieron en el lugar y la hora exacta en que se cometió un asalto. También todo había sido un montaje. Y ahora, en esta farsa atroz en la que queda en medio el sufrimiento y la mortificación de ciudadanos mexicanos que aparentemente sufrieron acciones de secuestradores y asesinos profesionales, la injusti
cia se enseñorea sin pudor. Y en el altar de la incertidumbre también es inmolada la credibilidad de la Señora de Wallace, quien había hecho una excelente labor en la persecución de los criminales que asesinaron a su hijo.
Era lo más cercano a la figura de un Ombudsman (Ombudswooman): Valiente, inteligente y sagaz.
Enredada en asuntos políticos con un partido perdedor, queriendo confrontarse con un candidato colosal, la gente la ve como una perturbada.
«Metiendo su cuchara» en un asunto que no le compete ni de lejos, tomando partido en un falso debate acerca de la culpabilidad o inocencia de la Cassés, se dirige al más espantoso descrédito. Porque aquí no se discute si la Cassés es culpable o inocente, se plantea que las instituciones encargadas de defender a los ciudadanos mexicanos, actúan con absoluta torpeza al realizar su trabajo en la persecución de los criminales.
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