COLUMNA
Las huellas de Nazar Haro
Apolinar Castrejón Marino
El pasado jueves 26 de enero por la noche, falleció en la Ciudad de México, a los 87 años de edad uno de los personajes más siniestros de la política mexicana, Miguel Nazar Haro.
Fue señalado de ser un policía cruel y despiadado, acusado de torturar, asesinar, y desaparecer a decenas de personas indeseables para el gobierno. Pero nada pudieron hacer los deudos, viudas y huérfanos de los opositores ante el manto protector que siempre cubrió a Miguel Nazar desde las cumbres del poder político.
Miguel Nazar fue hijo de inmigrantes libaneses, nació el 26 de septiembre en 1924 en Pánuco, Veracruz. Estudió la secundaria en una escuela católica, del Instituto Potosino. Acabó el bachillerato e ingresó a la escuela de Medicina, en San Luis Potosí. Por cuestiones económicas abandonó a escuela, pero al siguiente año ingresó a la Escuela de Derecho.
No se sabe que haya trabajado en otra cosa que no fuera como policía. Era un hombre de armas, vil y cruel que se ajustaba muy bien al servicio que requerían los caciques y jefes políticos, para mantener a la población sumisa y temerosa. Pronto trascendió los límites estatales y saltó a los escenarios nacionales.
En 1950 dio el gran salto al ingresar al Servicio Secreto de la Policía del Distrito Federal. Su carácter introvertido y medroso, le valió para que los jefes policiacos le encargaran «trabajos» violentos al margen de la ley. Su carrera fue vertiginosa en el la policía política del PRI.
Luego ingresó a la Dirección Federal de Seguridad (DFS) en donde hizo fama de ser una bestia sin de sentimientos, capaz de torturar a las personas con sus propias manos en interrogatorios clandestinos.
Hombres y mujeres que lideraban reclamos sociales, ciudadanos que eran atropellados por las autoridades y exigían justicia, y miembros de la guerrilla urbana, murieron o simplemente desaparecieron de la faz de la tierra a manos de Nazar en los años setenta.
Nazar Haro apareció en el Estado de Guerrero, durante la gubernatura de Rubén Figueroa (el tigre sanguinario de Huitzuco). Sentó sus bases en el Puerto de Acapulco, pero operaba lo mismo en la Costa Chica y toda la Costa Grande, y en la Capital, Chilpancingo.
Dio rienda suelta a sus impulsos para perseguir y aprehender a simpatizantes de la guerrilla de Lucio Cabañas. Los capturaba sin órdenes judiciales y los encerraba en prisiones clandestinas para torturarlos salvajemente.
El gobernador Figueroa puso a su disposición armas, vehículos y agentes para que hiciera su «trabajo». La Revista proceso (N° 1466) documentó admirablemente con nombres y fechas cuántas gentes eran arrojadas al mar, vivas o moribundas desde una avioneta, para escarmiento de la población.
Tuvo otro centro de operaciones en un amplio penthouse en la cima de un edificio de 10 pisos, en el número 1855 de la Avenida Insurgentes, en el sur de la Ciudad de México. Fue uno de los jefes policiacos involucrados en los hechos ocurridos el 2 de octubre de 1968 en la Plaza de Tlatelolco.
En 1978 durante el gobierno de José López Portillo, asumió la dirección de la DFS. Fueron años de su esplendor como policía del régimen. Ahí permaneció hasta enero de 1982, tres años antes de que la corporación desapareciera derruida por el narcotráfico y la corrupción.
En 1982 el FBI lo acusó formalmente de formar parte, desde 1975, de una banda integrada por agentes de la DFS dedicada al robo y contrabando de autos. La justicia estadunidense emitió una orden de arresto en su contra, por lo cual tuvo que renunciar. En abril de 1975 fue detenido en San Diego por el FBI, pero salió bajo fianza de 200 mil dólares (que pagó el gobierno mexicano).
Años después la Sra. Rosario Ibarra de Piedra lo denunció por la desaparición de su hijo. También formó el Comité «Eureka» para aglutinar a las madres y padres de otros desaparecidos. Fue tal la presión que ejercieron los familiares de desaparecidos, que el primer tribunal unitario de Monterrey, Nuevo León, tuvo que librar una orden de aprehensión el 5 de diciembre de 2003.
El titular de la Procuraduría General de la República (PGR), Rafael Macedo de la Concha, hizo de uso de sus buenos oficios para que Nazar fuera considerado de «baja peligrosidad». Aún con el repudio social a cuestas, vivió varios años más sin que nadie lo molestara.
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