Primera plana
De caminos y finales
Era septiembre de 1983 (cómo pasa el tiempo). Él era subdirector de El Reportero, un diario capitalino de auge inusitado en esa época que se sumaba a la oferta informativa de la ciudad. Junto con Ernesto Guzmán, un estimado compañero de la Prepa Nueve, éramos los responsables de la circulación. En nuestras bicicletas repartíamos cientos de periódicos en las zonas más insospechadas de la entonces apacible capital guerrerense, uno hacia el norte, otro hacia el sur. Y un buen día, alguno de los reporteros, por esas cosas tan comunes en el argot periodístico, no cubrió la conferencia de prensa de los Mártires del 60, como hacían llamar a su movimiento un grupo de comerciantes que al paso de los meses consiguieron tener su mercado propio, hoy en el barrio de San Francisco.
Era la época del gobernador Alejandro Cervantes Delgado, quien también se nos ha adelantado ya. Entonces le comenté a José Manuel Benítez Bustos, el subdirector, que yo había estado en esa conferencia, por alguna razón que hoy no viene al caso citar. Entonces me dijo, así, a rajatabla: «¡Hazte la nota!» Y me dejó noqueado. En mi vida había redactado una noticia. «Hazla como te parezca, siempre poniendo lo más importante al principio, y así la desarrollas, hasta el final, con párrafos pequeños, concisos». Así traté de hacerlo, y guardo todavía la hoja del cuaderno en la cual la pergeñé (en papel color de rosa, por cierto). Fue él quien la pasó en limpio en su máquina, una mecánica y pequeñita de aquellas que se usaban por esos tiempos. Se la llevó al director, Andrés Campuzano, y éste me miró desde su oficina, a través de un cristal enorme que la separaba de la estancia, y para mayor desorientación mía hizo un gesto aprobatorio. Los dos me pidieron que me esperara, que no me fuera, aunque la chamba del reparto iniciaba muy temprano, para luego ir a clases a la Prepa. Los esperé, dialogaron un rato y luego me llamaron. No duró mucho la plática, pero salí de ahí con mi primera orden de trabajo como reportero de El Reportero. No la pude cumplir, no por ganas ni desinterés, sino porque un taxi del servicio local me atropelló en la esquina de las calles 18 de Marzo y Juan Álvarez, una cuadra antes de donde se ubicaba entonces El Sol de Chilpancingo, la que sería unos meses después mi segunda casa de trabajo como comunicador. Llegué al periódico con mi pantalón roto, con mi bicicleta descuajeringada y con una vergüenza que hasta hoy no he podido superar, no sólo por las dolencias físicas, sino porque el taxista me quería cobrar daños ¡por haberle abollado la defensa a su unidad! Me recibió José Manuel Benítez con el cariño de un padre, me atendió, me orientó, me llevó al médico y me dijo que en esta carrera del periodismo habría incidentes todavía más graves que un atropellamiento, que esas cosas son físicas y leves, que aquí me encontraría otras vicisitudes, de carácter subjetivo, propias de la existencia humana, que hasta hoy todavía no alcanzo a comprender. Desde entonces fue como un segundo progenitor para mí, a pesar de que la diferencia de edad no es mucha en realidad. Nunca me abandonó, ni en las buenas ni en las malas. Ni siquiera porque la bienvenida que me dio al Periodismo (así, con Pe mayúscula), mi pasión, mi vida y mi seguro final, igual que el de él hoy, me harían conocer a gente tan importante como Leoncio Domínguez, ya fallecido; don Reemberto Valdez, también ya finado; Jaime Irra, Gustavo Salazar, Juan Cervantes, Lolo Cerros, Angel Irra, Javier Francisco Reyes, y el ya mencionado Andrés Campuzano y, desde luego, Pedro Julio Valdez Vilchis, estos dos últimos a quienes les debo las regañadas más sonoras de mi aprendizaje en la redacción periodística. De ahí vendría lo demás. Con Juan, Pancho, Lolo y él, mi queridísimo José Manuel, fundaríamos Vértice, que en una tercera época todavía se mantiene como uno de los diarios de mayor circulación. Y desde luego que hoy que José Manuel Benítez Bustos ha rendido cuentas al creador, ofrezco disculpas a mi director en esta nueva temporada de mi vida en las redacciones de periódicos, proyectando mis neuras, por aludir a un tema personal, muy personal, por hablar en primera persona y por ventilar cosas de mi vida y de mi carrera. Lo hago porque sin el impulso de José Manuel a lo mejor ni siquiera estuviera vivo o mi sendero hubiera tomado un camino seguramente distinto, pero con toda seguridad ajeno al oficio que Gabriel García Márquez ya ha definido felizmente como el mejor del mundo: el Periodismo. José Manuel murió este martes tres de agosto. Era de Hidalgo y siempre bromeaba con su Panchimalco querido. Vivió un tiempo en Iguala y llegó a Chilpancingo pocos años antes que yo. Hace poco tuvo que resentir la pérdida física de su hija mayor, Leny, recién egresada de la carrera de Medicina, a quien conocí desde niña. José Manuel era tan sencillo que se desprendía de sus libros, de sus cosas, de sus bienes para ayudar a los otros. Pocas veces le escuché decir un disparate, pronunciar una queja, reñir con alguien, molestarse. «Hay que darlo todo por los demás», decía, sin dudarlo, en su convicción ideológica y existencial. En lo personal, siempre, hasta que me toque el turno de seguir el rumbo que hoy él ha emprendido, en los caminos y finales que a todos nos depara Dios, le viviré eternamente agradecido. Con su partida, reafirmo mi convicción de que la gente buena no debería morirse nunca. Nuestro más sentido pésame a sus familiares, a sus conocidos, a sus hijos, de parte del Elino y de El Croniquero, su personaje cómplice, y de mi propia familia. Hasta siempre, José Manuel.
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