Columnas
La importancia del Juez
Aquiles Mata Mata
«Me llama el juez» es un decir a la medida de lo inaplazable, de lo urgente, de lo que no admite excusa y sí excusado. El sentido común indicaría que la expresión corresponde a una tajante realidad, por decir, del respeto, la consideración o el temor que se tiene a los jueces. Es probable, pero también ha de decirse para eludir una respuesta, un deber de momento, un pago o para no adquirir un compromiso.
En otro sentido, la expresión puede aludir a la poca importancia de lo que se esté tratando o la forma de no inmiscuirse en chismorreos, para evitar al momento del reclamo, de que alguien estuvo en el chisme, cuando tal o cual se dijo, ya en cuchicheo, ya en sonora voz. «Me llama el juez» es la mejor salida; el oportuno escape a callejones sin salida o situaciones apretadas y embarazosas.
Una tercera interpretación puede ser aún más expresiva. Pensemos, que quienes han tenido que ver en los juzgados, sean inocentes o culpables, entienden un poco más del papel que toca desempeñar a los jueces. Seguramente para unos, para los inocentes, esperan que el juez, sin tanto papeleo haga justicia y en una resolución justa los excluya de enredos o los excarcele, en el mejor de los casos. En el supuesto de culpables, éstos esperan que el juez acepte el soborno, pues ‘el dinero ablanda más que el sebo’, pero el otro supuesto, que es mera ilusión de que hubiera un juez honrado e incorruptible, un criminal con todas las agravantes, le refresca diariamente a la autora de sus días al referido funcionario de la justicia, y que conste, exista o no la señora madre, por más que un presidiario desesperado vocifere que el pinche juez no tuvo madre a la hora de dictar sentencia.
De ahí la importancia de un juez, sólo comparable, con el ano, con el retrete. Y es que por más importante que sea el individuo, normal y en sus cabales, es muy obediente de su ano, que le indica, que le ordena. Él no se anda con medias tazas y tampoco le importa el sitio, pues lo prioritario es defecar, evacuar el bagazo, lo desechable, pues de lo contrario, ¡zas! y las consecuentes pestilencias. En tales aprietos, es decente y preventivo decir ‘voy a ver al juez’. Y lo mismo el Papa, que el rey Juan Carlos, la reina de Inglaterra o el presidente Obama obedecen a su ano. Y es que ‘donde manda capitán no gobierna marinero’. De ahí la conveniencia de cambiarle nombre al que sin ser rey, manda y recibe cumplimientos con sus respectivas muestras de satisfacción.
Empero los hay, que no estando en sus cabales, desobedecen. He visto a más de uno que en los brazos de Morfeo han desacatado rectamente a su trasero. Lo peor del caso, es que ha sido en la vía pública. El remordimiento fue tal, cuando lo supe. Había yo pasado junto a un borracho tirado a media calle, creyendo que estaba durmiendo la mona, pero estaba despierto, me reconoció y levantó la mano en solicitud de ayuda. La verdad es que me hice el desentendido. Y al regresar ya estaba zurrado en decúbito dorsal, con el rostro entre las palmas de sus manos, por la pena. Después supe que dijo, que los amigos no lo son, porque resulta que sin perder la cabeza, su cuerpo se hizo blandengue con la bebida, y pedía ayuda, porque quería ir al baño, no para seguir en el agua. Fue un desacato al que manda, muy a pesar, casi a contra voluntad. Y es que en tal grado de embriaguez, pienso que no pudo decir, ‘me llama el juez’.
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